30 microrrelatos de terror - Parte 1
Aquí os dejo el resultado de un reto que me propuse en noviembre. Con un límite de 200 palabras, cada historia es una descarga breve pero intensa de escalofríos (o no tanto).
1 - La hora del infierno
Sara se despertó, de nuevo, a las tres en punto de la madrugada. Como todas las noches desde hacía meses, atravesaba el pasillo en penumbra y repetía su ritual: vaciaba la vejiga, encendía un cigarro junto a la ventana de la cocina y observaba la calle desierta. Pero esa noche algo era distinto. Un frío antinatural inundaba la cocina, y el olor a huevos podridos y vinagre saturaba el aire. Abrió la despensa, buscando la fuente del hedor. Entonces lo vio: un ser aterrador, de sonrisa imposible y mirada lasciva. La joven gritó, al tiempo que pensaba en aquellas cosas que la ciencia negaba y la superstición conocía. Para cuando quiso reaccionar, la criatura ya había cruzado el umbral. Tras la última calada del último cigarro en su última noche, Sara supo que al día siguiente amanecería en el infierno.
2 - El físico y el guiso
En un pequeño piso, entre fórmulas y cálculos garabateados, Leonardo miraba por la ventana, anestesiado por el aroma a laurel y el murmullo del agua hirviendo. Algo con sabor a su pueblo natal le sentaría bien. Fuera, el sol invernal bañaba la ciudad, deteniendo el tiempo, mientras alguna nube asomaba entre el vidrio de los rascacielos.
Estaba solo en Nochevieja. Su única compañía era una máquina de cromo pulido —similar a una tostadora—, inservible y tirada en el suelo, fruto de años de investigación. ¿Culpables de su soledad? Sobresaliente cum laude en física, dos posgrados y un doctorado.
Sumido en sus pensamientos, Leonardo tardó en oler el amargor que emanaba de la olla. «¡Se me pegan!». En un torpe movimiento del físico, el guiso se derramó y acabó en un embudo soldado a la máquina. El aparato emitió un zumbido agudo, una especie de «¡hey, funcionó!» que Leonardo no había oído hasta ese momento pese a sus años de trabajo y esperanzas. Entonces, recordó las palabras de su abuela: «Casi todo se arregla con un plato de lentejas». Una bomba casera no iba a ser la excepción.
3 - Un día de perros
Acababa de llover y Jorge caminaba calle abajo después de un día duro. Ese imbécil de Carlos le había escupido —otra vez— sobre su bocadillo durante el recreo. Aun así, el olor a tierra mojada y la sensación del barro bajo sus zapatillas lo tranquilizaban.
Antes de cruzar la calle, un Pontiac Firebird pasó a su lado como un bólido, atravesó un charco y lo empapó de arriba abajo. Jorge no supo si se debía al estrés o a sus pantalones de pana —ahora húmedos—, pero le sobrevino una urgencia repentina de ir al baño. Miró a un lado y a otro y, justo enfrente, encontró su salvación: un bar. Cruzó a todo correr, esquivando los coches, y entró. Olía a guiso y a laurel, y Jorge recordó las tardes de domingo en casa de su abuela, las películas del oeste en el televisor monocromo y las partidas a la brisca.
Una vez sentado en el váter, notó cómo la puerta del cubículo vibraba y comenzó a sentir frío. Del hueco bajo la puerta, emergió una mano arrugada y con manchas de la edad.
—¿Jorge? —susurró una voz.
—¿Abuela? —dijo el niño.
4 - Mierda
El último trozo cayó, el agua salpicó y me mojó los huevos. Miré a mi izquierda, hacia el portarrollos, metí la mano y rebusqué. No había papel.
5 - El precio del alquiler
Santos alquiló la habitación por el precio más alto que su sueldo de periodista freelance le permitía. La primera noche, cuando trataba de dormir, encontró una nota bajo la almohada. «Estoy en el guardarropa», decía. Miró hacia el armario y rio nervioso. Se acercó, muy despacio, abrió la puerta y no había nada, solo decenas de perchas de madera y una polilla que volaba errática en busca de refugio. Volvió a la cama, apagó la luz, se tumbó de lado e intentó dormir mientras se cagaba en el cabrón del casero y en su humor de mierda.
El colchón de muelles chirriaba con cada movimiento que hacía, y la manta —que alguna vez fue blanca— emanaba un aroma agrio que Santos casi podía saborear. Tras un rato buscando el sueño, se puso boca arriba. Fue entonces cuando un ruido —un golpe hueco de madera contra madera— hizo que se sobresaltara. Contuvo la respiración. Como si las controlara un metrónomo, las perchas fueron cayendo, una tras otra. Santos apretó los labios. Le sudaba la frente. Cogió una bocanada de aire y encendió la luz. En el techo, escrito con lo que parecía vómito, se leía: «Sigo aquí».