El cuerno de Caelus
Relato corto sobre un barco volador, un cuerno mágico y un canto que te convence de volar —aunque no tengas alas.
De una conversación de notes entre
, y yo, me surgió un reto: escribir un relato épico haciendo uso de las palabras «canta», «infinito» y «contenido».Challenge accepted.
Esa misma tarde lo hablé con mi mujer: «¿Por qué no metes el canto de las sirenas?», dijo. Ya tenÃa el «canta». Habrá sirenas que hipnoticen con el canto, de acuerdo. ¿Y qué pasa con la palabra «contenido»? ¿El contenido de qué? ¿De un cofre? ¿De un baúl? —añadiré un baúl—, pero necesito otra cosa. ¿El contenido de una botella? ¿De una bolsa de agua?… De una bolsa de rocÃo. Van en un barco que recolecta agua… ¿Y qué hacemos con el «infinito»?
Holly Ellis se asomó por babor y admiró el infinito del horizonte… podrÃa servir… Pero… ¿y si el «infinito» de mi relato es el cielo? ¿Y si la capitana Ellis se asoma por la ventana de su camarote y admira las nubes desde su barco volador?
La idea original era que el texto no superara las 1.000 palabras, pero el relato me pedÃa más y ha acabado cerca de las 2.000. Tuve que hacer una búsqueda de términos náuticos en Google, asà que es uno de los pocos relatos que me ha requerido cierta labor de investigación. Mi mujer también me habló del término «botavara». Me arrepiento de no haberlo usado.
Holly Ellis tomó su sombrero, lo sacudió contra la puerta de su camarote y provocó que una nube de polvo quedara suspendida en el aire. Se lo ajustó sobre sus rizos despeinados, cruzó la habitación y abrió la ventana. El viento la hizo tiritar, pero no le importó demasiado. Era una mujer de costumbres, y admirar las vistas era lo primero que hacÃa cada mañana. Apoyó las manos en el alféizar y observó el cielo del amanecer. Al este, algunos rayos de sol se filtraban entre la bruma. «Bien, señor Canus. Sigamos hacia el norte», pensó. Se inclinó hacia delante y echó un vistazo hacia abajo. Estiró el brazo y alcanzó la bolsa de rocÃo —estaba helada— para beber su contenido: apenas un cuarto de litro de agua de nubes que le supo a gloria.
—Espero que el tanque esté más lleno —dijo en voz alta, sin nadie que la escuchara. DebÃan interceptar un buen banco de nubes si pretendÃan, al menos, cubrir los gastos de la expedición. «El cielo siempre provee, Tórtola —decÃa su abuelo—, a diferencia de los salados océanos, donde el agua abunda pero beberla te enferma». Ojalá tuviera razón.
Cuando se secó el último rÃo, su abuelo fue uno de los primeros en surcar las nubes en busca de agua dulce. Empezó como grumete a los catorce años: «No tenÃa ni un pelo en los sobacos y ya era capaz de calibrar el colector». Holly habÃa heredado esa determinación. Cuando se quedó sola, vendió sus tierras, reparó la nave de su abuelo y puso un anuncio en el periódico:
¿Quiere embarcarse en una aventura de la que, probablemente, nunca vuelva? Si logra regresar, será el más rico de todos los estratonáutas. Póngase en contacto conmigo. Soy la capitana Holly Ellis. Puede enviarme un cuervo al 21 de la calle Risen.
La familia de la capitana Ellis era ahora su tripulación, y más le valÃa espabilar si querÃa que todos volvieran a casa con algo más que hambre, dolores musculares y quemaduras por el sol. El tanque principal del Mirlo Rojo era capaz de albergar seis toneladas de agua; ocho, si contaba los depósitos auxiliares. No era el barco volador más grande del mundo, pero era su barco. Y podrÃa dar unos buenos beneficios si las nubes les eran favorables.
Holly cerró la ventana y se dirigió hacia su baúl para vestirse con la ropa de siempre: botas de cuero, pantalón de pana, cinto y camisa. Se acercó la camisa a la nariz y torció el morro. OlÃa a cebolla y estiércol —algo natural cuando una lleva la misma vestimenta durante más de un año y el agua es tan preciada que a nadie se le ocurrirÃa usarla para eliminar la mierda de la ropa—. Estaba calzándose cuando sintió una vibración bajo los pies. Después, una sacudida. Agarró su casaca de lana del perchero y salió a la cubierta.
La bruma impedÃa ver nada más allá de unos metros. Se giró, sujeta a la regala, y subió las escaleras hasta el alcázar. Alguien yacÃa en el suelo. «¿Se pasarÃan ayer con el hidromiel?», pensó Holly mientras agitaba los brazos para despejar la niebla. OlÃa a hierro. Sintió una punzada en el estómago que fue escalando hacia su esófago y acabó en su garganta con una arcada. Se llevó las manos a la boca de manera instintiva. La persona en el suelo era Bastian Canus, el timonel de la Mirlo Rojo. Las cuencas de sus ojos estaban vacÃas y, en su mano derecha, uno de sus globos oculares estaba ensartado en su estoque. Sintió otra arcada, pero no vomitó. No habÃa nada que expulsar. Llevaba dos dÃas sobreviviendo a base de dulce de membrillo y unos pocos trozos de cecina. Entonces la oyó: una voz dulce, como la de un niño. Sonaba a casa —a hogar—. Recordó el olor a castañas tostadas, las tardes de invierno y las historias que le contaba su abuelo a la luz oscilante de la hoguera; cuando una pequeña Holly —de poco más de un metro— solo debÃa preocuparse de terminar su sopa de lagarto, estudiar los rezos a Caelus y no mojar la cama: «Una vez nos encontramos con uno de ellos, Tórtola. Cantan, como también canta tu madre, pero el efecto de su melodÃa es muy distinto al de una nana».
Lo era.
Siempre creyó que los sibilantis no eran más que personajes sacados de cuentos que los padres inventaban para asustar a los niños y mandarlos a dormir —aunque creÃa que acojonar a los crÃos con criaturas que te llevaban al suicidio con su canto no era la mejor estrategia para conciliar el sueño.
La capitana Ellis se puso de rodillas y gateó. HabÃa otro cuerpo junto al de Bastian —grande, de piel morena y velludo—. «Mierda… Es Magan». El ingeniero se habÃa perforado la garganta con una navaja. Las manos de Holly se llenaron de la sangre de su subordinado. La bruma empezaba a disolverse. Se acercó a la barandilla de popa. El colector principal estaba intacto. Su cúpula brillante y los conductos en espiral aún rezumaban gotas de humedad. Oyó el canto de nuevo. Apartó la vista del colector y miró hacia abajo, hacia el infinito. «¿Y si me tiro? Volaré. Sé que lo haré», pensó. La Mirlo Rojo se tambaleó y viró hacia estribor, sin nadie que la pilotara. Holly cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra la madera. El impacto la puso en guardia.
—¡¿Qué coño dices, capitana Holly Ellis?! —gritó. Se puso en pie, a trompicones, y anduvo hasta la balaustrada que daba hacia la cubierta principal.
El resto de su tripulación habÃa enloquecido: Jinn, el contramaestre de carga, estrellaba su cabeza contra el mástil —una y otra vez— mientras pedÃa a su madre que lo arropara; Amarant, la mecánica de turbinas, cogió impulso y saltó por la borda en picado; uno de los grumetes —no supo cuál— tenÃa la cara metida en una de las bolsas de especia.
—¡Parad! —exclamó la capitana, pero nadie la oyó. Aún mareada por el golpe, bajó las escaleras hasta la cubierta y volvió a su camarote. Se acercó al baúl, que estaba junto a su cama. Rebuscó entre su ropa hasta que lo encontró: el cuerno de Caelus. «Si alguna vez te topas con uno de ellos, úsalo. ¿De acuerdo, Tórtola?». Para la capitana, el cuerno no era más que un recuerdo de su abuelo, como el catalejo o la pipa de ébano. Aun asÃ, era su última carta en la baraja, probablemente inservible, pero debÃa jugarla.
Con el instrumento ya en la mano, volvió la vista atrás, hacia su escritorio. «El mosquete», pensó, y abrió el cajón bajo la mesa para colgarse el arma del hombro. Tomó tres balas de plomo, la bolsa de pólvora y las guardó en el bolsillo. Salió al exterior. SeguÃa oyendo el canto del sibilanti, y pensó, de nuevo, que no serÃa mala idea tirarse por la borda, abrir bien los brazos y volar junto al resto de pájaros. Al fin y al cabo, Holly era una tórtola. Amarant también lo habÃa hecho, ¡habÃa volado! EstarÃa esperándola mientras hacÃa piruetas y reÃa; «las tórtolas nunca vuelan solas». No querÃa retrasarse. Se sentÃa pesada, y querÃa volar libre, sin cargas. Tomó el mosquete —largo y con un cañón de metal ennegrecido— y lo dejó caer. El arma se deslizó por el suelo húmedo hasta la escotilla. Después miró el cuerno. Era de un blanco brillante, salpicado por motas negras. «TÃralo», se dijo para sà al observarlo. En la abertura principal, grabada a mano sobre el refuerzo de metal, habÃa una inscripción:
Caelus protege a quienes surcaron las nubes y volvieron.
La habÃa grabado su abuelo hacÃa años.
«¡Despierta, Tórtola!».
La capitana Ellis sacudió la cabeza y agarró el cuerno con firmeza. Solo disponÃa de unos segundos antes de volver a ceder ante el hechizo del sibilanti. Posó la boquilla en sus labios y sopló con todas sus fuerzas. El canto agradable de la criatura cesó, vencido por el bramido gutural del instrumento. Le siguió un grito agudo y lascivo. A Holly se le erizó la nuca. Sopló de nuevo. La criatura emitió otro chillido, más agudo y breve que el anterior. Algunos miembros de la tripulación agitaban la cabeza de un lado a otro, libres de su hipnosis; otros, se tumbaban o sentaban en el suelo, aturdidos. De babor, emergió un ser alado, ascendió hasta la cofa de vigÃa, donde se posó, y se quedó mirando a Holly.
TenÃa el cuerpo translúcido, casi transparente, y unas alas largas y delgadas. A la capitana no le pareció un ser temible —incluso lo encontró bello— hasta que se fijó en su cara: era la de un niño, de poco más de cuatro o cinco años, pero con arrugas y marcas de anciano. Las piernas de Holly flaquearon. El sibilanti abrió la boca, que se desplegó en cuatro partes, como los pétalos de una flor.
—¡Ni hablar! —dijo la capitana, y sopló el cuerno de nuevo.
La criatura batió las alas, tratando de remontar el vuelo, se trastabilló y cayó a la cubierta con un estruendo. Holly anduvo hasta la escotilla y cogió el mosquete. Sacó la pólvora del bolsillo de su casaca, la vertió en el cañón, deslizó la baqueta del arma y apisonó el polvo negro. Después, colocó una bala de plomo y la empujó con fuerza hasta el fondo. El sibilanti hizo uso de sus alas para ponerse de pie. Se le acercaba a pasos torpes. Con las manos temblorosas, la capitana echó mano al encendedor de aceite, que llevaba en uno de los bolsillos traseros de su pantalón.
Se arrodilló y trató de encenderlo, pero la humedad de las nubes se lo ponÃa difÃcil. Giró la rueda una vez, dos, tres… Nada. La criatura abrió la boca de nuevo mientras avanzaba. Su expresión tenÃa un aire triste, como la de un niño al que le prohÃben el postre después de la cena. Holly limpió el pedernal con la manga y lo intentó de nuevo. El sibilanti inició su canto justo cuando una chispa tÃmida asomó de la cazoleta del encendedor y prendió la mecha. La capitana alzó el arma y disparó. El mosquete escupió la bala con un rugido seco y acertó a la criatura en la sien, que se lamentó en un alarido estremecedor. Con un último movimiento, atrapó a Holly con las alas, la arrastró hacia el borde de la cubierta y ambos cayeron al vacÃo.
El viento rugÃa en sus oÃdos y el aire gélido le mordÃa el rostro. La Mirlo Rojo se hacÃa cada vez más pequeña, al tiempo que la capitana, ajena a todo lo demás, pensaba en su tripulación. Al menos ellos estarÃan a salvo. Xaris podrÃa pilotar el barco. Siempre habÃa sido la mano derecha de Bastian y serÃa una buena timonel. Pratt tomarÃa el mando. SerÃa más permisivo de lo que Holly habÃa sido nunca. Se imaginó una de las partidas nocturnas de brisca, sin ella en la nave para poner orden: Gullard perderÃa —como de costumbre—, golpearÃa la mesa y derramarÃa un par de jarras de hidromiel. Se girarÃa hacia Pratt, con gesto tosco, y continuarÃa la partida como si nada. Xari ignorarÃa la escena mientras leÃa el Tratado sobre nubes errantes y cartografÃa celeste. Holly sonrió.
—Abuelo, ¿me oyes? —dijo la capitana, a pesar de que el violento aire de la caÃda libre devoraba sus palabras. Recordó la inscripción en el cuerno:
Caelus protege a quienes surcaron las nubes y volvieron.
Ella estaba surcando las nubes como pocos lo habÃan hecho, y volverÃa, sin duda. VolverÃa a la tierra de la que partió hacÃa más de un año. VolverÃa a la luz de la hoguera, al olor a castañas y al calor del regazo de su abuelo.
La Mirlo Rojo —ya un punto escarlata en el cielo— seguÃa su curso hacia las nubes del norte.
«Todo está bien, Tórtola. Cierra los ojos. Cierra los ojos y vuela. Siempre has sabido volar».
Me ha parecido una pasada. Me has enganchado de principio a fin. La atmosfera, la protagonista, el enfrentamiento, el final...Gracias por un relato asà :)
Me quedo total y completamente postrada a tus pies! Me ha encantado! Engancha mucho y está genial narrado!