El payaso, Steve Urkel y el monstruo
Relato corto sobre qué sucede cuando el miedo tiene hambre. Espero que os guste, de corazón.
Fucsia neón, rojo escarlata o naranja eléctrico. Los colores estridentes son advertencias universales, señales inequívocas grabadas en nuestro instinto para los más incautos. Desde siempre, la naturaleza ha usado estos tonos para susurrar lo mismo a todos los seres vivos: «No toques, no comas, no te acerques». En el siglo XIX, Joseph Grimaldi tomó este lenguaje visual de la naturaleza, lo masticó, lo tragó, lo regurgitó y decidió que el horror primario sería una buena estrategia para entretener a los críos. Por lo visto, un adulto maquillado con colores obscenos sobre un blanco marfil, con una nariz enorme y roja, y coronado por una peluca fluorescente debía parecer gracioso en lugar de aterrador. Por el amor de Dios, si los colores de la rana dardo gritan: «¡Huye, depredador! ¿Capisci? ¡Como me des un bocado será lo último que hagas!».
De ser mayor, el monólogo interior de Nicolás Dufresne habría sido algo así, pero sus nueve años le impedían realizar tal hazaña. No obstante, el terror primigenio no necesita de explicaciones complejas ni de traducción: el chico odiaba a los payasos, y punto.
Nicolás fingía prestar atención a la función, pero desenfocaba los ojos adrede e intentaba mirar hacia algún lado del escenario que no le diera escalofríos. No quería parecer un miedica. Según el Código no escrito de los colegas, el miedo era algo que se tragaba con cara de valiente y sin que nadie lo notara, como el jarabe amargo que le daba su madre cuando tenía tos. Marcos, su mejor amigo —y coautor del mencionado código—, estaba sentado a su lado. Nicolás lo observó de reojo y le pareció ver cómo se sacaba un moco y lo lanzaba hacia algún lugar indeterminado entre las butacas de detrás. «¡Qué asco!», pensó. «Al menos no se lo ha comido».
—Yo me voy ya, tío —dijo Nicolás.
—¿Y eso? —preguntó Marcos—. Si ahora viene Botarate, ¡es el payaso más gracioso!
—Botarate me puede comer los huevos. —Nicolás hizo uso de la expresión más célebre de su hermano mayor y se sintió grande. Como esos niños de primero que ya tenían patillas, fumaban en la parada del autobús y llamaban «primo» a todo el mundo.
Se levantó de la butaca y subió los escalones hasta la puerta de salida del teatro. Fuera, la brisa mecía las copas de los abedules y el sol de mediodía golpeaba con fuerza. No había ni un alma. La pista de fútbol estaba vacía. La de baloncesto, también. Todos los alumnos estaban dentro, asistiendo a la función. La directora Sara se había encargado de ello: «Muchachos, el teatro y el nuevo pabellón han costado un ojo de la cara, así que decid a vuestros padres que os firmen el consentimiento y que aporten el dinero, ¿de acuerdo?». «¿El consentimiento para qué?», pensó Nicolás. «¿Para cagarnos de miedo?».
Al mirar alrededor, solo vio a un niño mayor comiéndose un bocadillo junto a los toboganes del área de párvulos. «Mierda, es Eduardo». El chico decidió que sería buena idea irse a casa antes de que el abusón lo interceptara. Vivía a unos cinco minutos del colegio —a dos si iba a paso ligero—. Una vez cruzó la calle, sintiéndose seguro, se entretuvo con una lata de Mirinda de naranja que encontró en el suelo. Intentó que el aluminio aplastado lo acompañara durante todo el trayecto, pero se rindió tras una mala patada y dejó la lata a su suerte, junto a una papelera. El hambre lo traicionó. Se imaginó bebiéndose el refresco y le rugió el estómago. Apenas había probado bocado en el desayuno.
Una vez en casa, se descalzó y cruzó el pasillo corriendo hasta llegar al salón. Olía a jazmín y grosellas, el perfume que usaba su madre. Arriba, amortiguado por la madera de la puerta que daba al primer piso, se escuchaba Wang Dang Doodle, de Koko Taylor. El niño cogió el mando a distancia y encendió la televisión. El murmullo grave del aparato de tubo le resultaba reconfortante; tenía algo que siempre lo calmaba. En el Canal 5 estaban emitiendo Cosas de casa. Un episodio en el que Steve Urkel decide inventar una máquina para duplicarse a sí mismo. Nicolás ya lo había visto, pero no le importó. «Urkel sí que es gracioso y no esos payasos asquerosos». Se le cerraron los párpados.
Un estruendo despertó al chico. Su madre había cambiado a Koko por Aretha Franklin, y ahora sonaba Soulville, pero lo que había oído era otra cosa. Nicolás saltó del sofá y corrió hasta el recibidor. Un nuevo golpe. Venía de abajo. El niño descorrió el pestillo de la puerta y bajó las escaleras. Cuando apenas quedaban tres escalones, se detuvo en seco. La penumbra del sótano apenas dejaba entrever nada. Encendió la luz. En el centro de la habitación había un hombre maniatado que yacía sobre un charco de sangre. Tenía los ojos desorbitados por el pánico y le faltaban un par de falanges de la mano derecha. La respiración de Nicolás se hizo más rápida y superficial. Sentía el pulso en sus sienes. Se acercó al hombre hasta que pudo oler cómo el hierro de la sangre se mezclaba con el hedor de la carne podrida. El estómago del niño gruñó. «¡Es verdad! Lo había olvidado», se dijo para sí.
—¡Mamá, tengo hambre! ¡¿Puedo terminarme a este señor?! —dijo Nicolás mientras salivaba.
¡Wow, eso no lo vi venir!
El terror y los finales inesperados son una combinación perfecta.
Y no quería encontrarse con el abusón del colegio... 😱😱
Ahora ya no dicen "primo", ahora es "bro" como si fueran norteamericanos... 🤣🤣🤣