El peso de la memoria
Relato corto que escribà hace tiempo y envié a varios concursos —sin éxito—. Hoy en dÃa no me encanta, pero le guardo cariño.
La duodécima campanada resonó por todo Cislas, marcó el mediodÃa con su eco solemne y detuvo la vida en el pueblo por un instante. En el salón de una casa modesta de paredes encaladas y con su única ventana abierta a un cielo encapotado, Eva se encontró de pie. Sus dedos sujetaban con firmeza una bota de vino, cuyo contenido se habÃa derramado por el suelo de tierra apisonada. Miró a su alrededor sin reconocer el lugar, ni la jarapa frente a la chimenea ni el libro sobre la mesa, ni siquiera el jarrón de flores junto a la ventana. Su vista la llevó hasta un espejo que le devolvió la mirada de una extraña: una joven de ojos inquisitivos y cabello oscuro recogido en un moño sencillo. Todo le parecÃa ajeno.
«No traigo a la memoria haber llegado aquû, pensó mientras su mente luchaba por aferrarse a algún recuerdo reciente o lejano. Se acabó sentando en un sofá de mimbre, junto a la ventana, para observar con más claridad y tratar de entender sus peculiares circunstancias. Fuera, en un campo de olivos, un mozo que sujetaba un palo de vareo miraba desconcertado hacia el horizonte. Cerca de él, un hombre habÃa detenido su carro mientras discutÃa con la mujer que lo acompañaba.
—¡OlvÃdese! Ignoro quién sois, señor.
La mujer, de gesto agrio, saltó del vehÃculo, haciendo relinchar a los caballos, y corrió calle abajo hasta llegar a una ermita sobre la que se erguÃa una gran torre.
«¿A todos nos ocurre lo mismo?», se preguntó Eva antes de volver a levantarse para echar otro vistazo al salón. «¿A quién pertenece esta vivienda? ¿Es de mi propiedad?». Su mirada escudriñó la pequeña estancia de nuevo, y Eva hizo un listado mental de los objetos que pudieran orientarla: un jarrón, una jarapa, una bota de vino, un candil, una escoba de ramas… ¡El libro! Eva corrió hacia la mesa y lo cogió, pero resultó no ser un libro, sino un diario desgastado y con el lomo cosido cuya cubierta rezaba: Eva Ruiz. Su nombre estaba escrito a mano. «¿Podré yo ser la dama a quien se refiere este cuaderno?». La joven escribió las mismas palabras exactas, justo debajo, para cerciorarse de que la caligrafÃa coincidÃa. Abrió el diario, que apenas tenÃa algunas frases escritas en la primera página, sin un orden lógico o sentido aparente: ¿Y si decidiera abandonar este pueblo? ¿PodrÃan algunos de estos individuos ser parientes mÃos? ¿Tengo esposo? ¿Y prole? El repicar de las campanas al mediodÃa. Todo comienza de nuevo…
Eva lo tenÃa claro: debÃa dirigirse a la ermita. Alterada, cruzó el salón hasta la puerta, que cerró tras de sà con un portazo. HabÃa empezado a llover y algunos pueblerinos se refugiaban en cualquier zona cubierta que tuvieran cerca.
—¿Reside usted en esta vivienda, buena dama? —Un hombre con bombÃn estaba de pie bajo el alero de una casa y miraba la lluvia junto a una mujer de cabello rubio.
—No, señor, creo que no… —dijo la mujer, mientras se cruzaba de brazos y se mecÃa sobre ella misma para combatir el frÃo.
Eva siguió corriendo por la calle, acompañada del olor a tierra mojada, dejando atrás un murmullo de voces confusas y a otras tantas personas que buscaban cobijo sin saber si invadÃan un hogar ajeno o el suyo propio. Su paso era firme, a pesar de los resbaladizos adoquines de piedra.
Al llegar a la entrada de la ermita, Eva se detuvo un momento para recuperar el aliento. Arcos de medio punto adornaban la fachada, cubierta de hiedra, mientras estrechas ventanas rompÃan la monotonÃa de las paredes de piedra. En lo alto, la torre campanario se elevaba hacia el cielo gris.
Con determinación, Eva avanzó hacia la puerta de la ermita y cruzó el umbral. Las columnas mostraban capiteles dorados que el tiempo habÃa desgastado, y el ábside, donde se alzaba el altar, estaba cubierto por una bóveda de cañón que se extendÃa a lo largo de la nave central, creando un efecto de solemnidad.
El olor a cera quemada e incienso le trajo cierto consuelo, aunque este se desvaneció con rapidez, pues una docena de personas que rezaban arrodilladas se giraron en su dirección.
—¿Y aquella dama? Tal vez posea algún conocimiento al respecto —dijo un señor mientras la señalaba.
—Señorita, ¿está usted informada de lo que está ocurriendo? —Una mujer la miraba con el ceño fruncido.
—¿Cómo podrÃa una dama saberlo? ¡Esto es obra del maligno! —dijo otra señora en primera fila.
El rumor creciente de los creyentes se apoderó del lugar, al tiempo que las velas centelleaban en el altar, creando sombras que jugaban en las paredes de piedra. Al fondo, un hombre con sotana levantó ambas manos.
—¡Silencio! —exclamó—. Apenas podemos hacer otra cosa que orar. Interroguemos a Dios. Quién sino Él puede proporcionar réplica a este enigma.
—Solo vengo a ver el campanario —Eva alzó su cabeza para proyectar su voz en la sala—. No deseo perturbarles. Continúen con sus plegarias y busquen respuestas. «Yo encontraré la mÃa», pensó.
Cruzó la ermita hasta llegar a una pequeña puerta junto al ábside. La abrió y comenzó a ascender por una escalera de caracol. Al llegar al final, la lluvia que se filtraba por los arcos del campanario la golpeó con fuerza. Frente a la campana habÃa un anciano de figura encorvada y cuyos ojos escudriñaron a Eva.
—¿Con qué intención has venido? —dijo.
—Vengo en busca de respuestas —respondió la joven.
—¿Respuestas, dices? —El anciano soltó una carcajada—. Respuestas hallarás, muchacha. ¿Qué conocimiento anhelas?
—¿Por qué el olvido ha nublado las mentes de los aldeanos? ¿Es usted el responsable?
El anciano anduvo un par de pasos hacia la joven y se aclaró la garganta.
—SÃ, soy yo quien lleva a cabo el rito —admitió mientras miraba al suelo—, pero no es un mero antojo personal. Todo forma parte de un pacto ancestral, un sacrificio necesario para proteger a Cislas de un fatal destino.
—¿Un sacrificio? —Eva tensó la mandÃbula—. ¿Qué implica eso?
El anciano se acercó a la campana y acarició su superficie.
—Hace años, nuestro pueblo estaba al borde de la aniquilación. Un terremoto, tan formidable como ningún otro, amenazaba con engullirnos. En nuestra hora más lúgubre, un espÃritu primordial, antiguo como la creación misma, se manifestó —Su mirada se perdió en el horizonte—. Nos ofreció salvación a cambio de un tributo inusual: nuestra memoria. Sostuvo que los recuerdos humanos albergan las semillas discordantes, la esencia de todo mal. Es por ello que, cada mediodÃa, con el tañido de la duodécima campanada, nuestros recuerdos se desvanecen para asegurarnos la paz.
—Y si el sonido de la campana cesara, ¿qué acontecerÃa entonces? —dijo Eva.
—Si la campana dejara de sonar y los recuerdos se acumulasen en Cislas, el pacto se quebrarÃa, el espÃritu regresarÃa y la calamidad que nos amenazaba se verÃa multiplicada por mil.
Sobrecogida por la revelación del anciano y negándose a creerla, Eva huyó presa de un miedo atroz. Cruzó la ermita y corrió por las calles del pueblo hasta llegar a la casa donde habÃa despertado. Cerró la puerta con fuerza. «¿Vale la pena ceder nuestra memoria a cambio de un pacto cuya autenticidad nos es ajena?».
Al dÃa siguiente, justo antes del mediodÃa, Eva regresó hasta la puerta de la ermita, decidida y temerosa. Mientras las campanadas empezaban a sonar, una tras otra, la joven entró en el santuario, ahora vacÃo. Al sonido de la cuarta campanada, Eva inició su ascenso por la escalera de caracol mientras su corazón latÃa con violencia. Sexta campanada, séptima campanada... Eva llegó arriba con el tañido de la décima, y entonces vio al anciano empujar con destreza la cuerda que colgaba del badajo.
—¿Otra vez tú? —preguntó con sorpresa y continuó con su labor.Â
En el momento en el que hizo sonar la undécima campanada, Eva se abalanzó sobre él y lo derribó, provocando que el anciano cayera con violencia en el suelo.Â
—¡¿Qué has hecho?! —dijo este con los labios temblorosos.
Eva miró a su alrededor, expectante. El sol brillaba con fuerza e iluminaba los campos de trigo que rodeaban el pueblo. La joven se agachó para poner su cabeza cerca de la del anciano, que la observaba con temor.
—¿Ve? —dijo Eva—. Hemos detenido el pacto y nada sucede. Tome mi mano y…
Un estruendo atroz silenció la voz de la joven y sacudió el pueblo. En la lejanÃa, gritos de pánico se sumaron al ruido. A sus pies, el suelo del campanario se resquebrajó y, encima de ellos, unas grietas se abrieron violentamente en el techo. Mientras restos de polvo y piedra se precipitaban en un caos frenético, Eva recuperó su memoria. El hombre con bombÃn que se cruzó el dÃa anterior era su marido. Una de las feligresas, su hermana menor. De hecho, conocÃa a todos en el pueblo. La joven se fijó en el anciano, que seguÃa en el suelo, y recordó su rostro mientras la acurrucaba en las noches frÃas, su olor a sudor y a tierra al venir del trabajo y sus manos callosas al trenzar el mimbre. Eva lo miró con una mezcla de cariño y miedo.
—Padre… —dijo, al tiempo que el techo del campanario cedÃa y los sepultaba bajo el peso de sus recuerdos.