El trap, Dr. Stone y la cerveza artesana
Uno de... ¡Mejor me callo y lee, que no quiero desvelar nada!
Cierro los ojos y deseo que todo vuelva a ser como antes.
Echo de menos las hamburguesas a un euro y los libros que olían a tinta fresca.
Sueño que aún es 2026 y hago como María Sarmiento: salir, cagar y dejar que me lleve el viento.
De ser como ella, sobrevolaría los tejados del barrio residencial en el que aún vivo y, quizá, con algo de suerte, acabara por lanzarle al hijo de puta de mi vecino Nicolás un buen truño —de esos con los que te ves casi obligada a ponerles nombre cuando emergen al mundo—. Nicolás, a pecho descubierto y armado solo con sus Carhartt WIP, recibiría el impacto con asombro, eso por descontado. Estaría en el porche, elaborando su cerveza artesana mientras suena alguna canción de trap —con hi-hats sincopados y bombos 808 profundos— en la que algún veinteañero de voz arrastrada daría masterclasses sobre cómo conseguir chicas, drogas y dinero.
Todo esto, si las cosas fueran como antes.
No obstante, no odio a Nicolás por sus gustos musicales ni por añorar esos temas donde los cantantes se jactaban de trapichear con un tono melancólico. Tampoco lo odio porque sea capaz de crear su propio zumo de cebada fermentada.
Es cierto que fui yo quien le contó que los mejores pantalones cargo eran los Carhartt WIP, quien le dijo que el trap existía y que Duki era el mejor trapero de habla hispana, y quien le enseñó a usar un fermentador con airlock después de que preguntara de dónde había salido el mío.
¿Odio a Nicolás porque siempre copia todo lo que hago?
No. Aunque es cierto que el muy cabrón es como Ditto, pero con melena surfera y bigote, elemento facial decorativo que no copió de mí, que todo hay que decirlo. De hecho, me lo sigo depilando aunque apenas quede nadie para sobarme el morro.
Recuerdo la primera vez que vi Dr. Stone, un anime en el que la humanidad entera queda petrificada por un misterioso destello y en el que, miles de años después, un joven genio despierta decidido a reconstruir la civilización desde cero. Me fascinó ver cómo cada invento, desde el jabón hasta la electricidad, se presentaba como una auténtica hazaña épica. Me parecía fascinante que se pudiera fabricar jabón con grasa animal y ceniza, joder. Quería aprender a sobrevivir si todo se iba a la mierda. Lo necesitaba del mismo modo que una necesita unos minutos en cama después de un buen polvo. Me obsesioné con esa idea, la de ser autosuficiente —que no se me malentienda—. Lo hice hasta tal punto que mi novio me dio un ultimátum:
—Sandra, o tu huerto ecológico o yo.
—Tú no me aportarás fibra e hidratos cuando todo se vaya a la mierda, José Carlos.
¿Y qué sucedió?
Bueno, pasaron dos cosas. Que elegí los pimientos del padrón a José Carlos y que, efectivamente, el mundo se fue a la mierda. Cuando esto ocurrió, mi vecino Nicolás ya estaba preparado. ¿Por qué? porque también lo estaba yo y, si has prestado atención, ya sabes que el cabrito me copia en todo. Y, ojo, que no se lo tengo en cuenta. Ya he mencionado que no lo odio por hacer un copy-paste de cada aspecto de mi vida.
Odio a mi vecino Nicolás porque son las tres de la mañana y, el muy imbécil, se ha dejado el generador diésel encendido. Imagino que se habrá quedado extasiado por hincharse a Estrella Niko, el original nombre con que bautizó a su cerveza casera y que, aún a día de hoy, sigue elaborando.
Odio a Nicolás porque el ruido del generador ha atraído a una minihorda de zombis. Sí, zombis. Me niego a llamarlos infectados o caminantes o chasqueadores o podridos. ¿No-muertos o muertos vivientes? Vale. Estas dos te las compro. Pero, joder, son zombis de toda la vida. De hecho, en los tiempos en los que los seguidores de Instagram nos parecían importantes, siempre me tocaba el coño cuando en una serie o película usaban alguno de estos eufemismos.
¡Que son zombis, coño!
Bueno, a lo que iba. Lo de la minihorda —unos treinta—. Están rodeando la verja de su jardín. No es una mala verja: es de acero galvanizado y la base es de hormigón, pero treinta zombis son treinta zombis. A partir de veinte o así ya suenan como un enjambre de abejas drogadas. Como un zumbido grave que a algunos les parecería hasta relajante —algo similar al ruido blanco del interior de un coche mientras va por una autovía a velocidad constante—. Las hordas tochas son otra cosa. La bulla que generan se asemeja a la de los parones entre canción y canción de un festival de música punk. Ese rumor grave te eriza el vello.
Jurado.
Va a ceder. La puta verja va a ceder.
Uno de ellos, que de vivo debió ir al gimnasio con asiduidad, acaba de derribar uno de los montantes.
¡Ay, Dios mío! ¡Nicolás, como no te maten ellos, te voy a matar yo!
Creo que debería dejar de escribir y activar mi Plan de contingencia para salvar a Nicolás. Como ya he mencionado, soy una preparacionista; y que Nicolás la liara eventualmente estaba anotado en mi lista de Eventos catastróficos plausibles. Se nota que me encantan los protocolos y los listados, ¿verdad?
Lo dicho.
Abandono el lápiz.
Quizá siga escribiendo si hay alguien al otro lado para leerme y, por supuesto, si logro que el coche teledirigido con un altavoz sobre el capó aleje a los zombis del terreno del copión de mi vecino.
Fantástico.
Siempre es una gratísima sorpresa para mí encontrar ficción humorística. O hay muy poca y se me da muy mal buscarla, o hay mucha y da lo mismo porque se me sigue dando mal buscarla. O tal vez se me da muy bien buscar mal, y por eso encuentro poca (pero buena, eso sí).
En cualquier caso, leer este relato ha sido un soplo de aire fresco, tan fresco y tan soplo como el que se llevó a María Sarmiento. Justamente ayer la mencioné colateralmente en una publicación propia, abriendo posteriormente un debate acerca de la naturaleza de su apellido. Yo siempre había escuchado Salamiento y descubrí que es más habitual el apellido Sarmiento. No parece haber consenso, aunque tampoco había ningún conflicto, así que el debate es un tanto pueril. Como Nicolás, que pueril sin cuidado la está liando parda con el generador y la verja, y la pobre Sandra tiene que salir y arriesgar su coche teledirigido con altavoz. Un artilugio que en esa coyuntura postapocalíptica de infect-ehem-de zombis, me parece tan práctico como lúdico.
Que manera de engancharme a leerte, querido Tom. Una sorpresa tras otra con ese humor que me encanta. 👏