El último de la fila
Relato corto de ciencia ficción distópica con algo de suspense sobre una lección que ningún alumno quiere aprender.
Este relato nació de tres palabras elegidas al azar: tiza, caracol y resplandor. Abajo tenéis el resultado.
—Sigamos con las proteínas. —Don Rafael se pasó la mano derecha por las comisuras de los labios y las manchó de tiza. Este gesto, sumado a la metralleta de saliva en que se convertía la boca del profesor al pronunciar las «pes», hizo que a Jon Barea se le revolviera el estómago. Pensó en el almuerzo —un bocadillo de pan rústico con atún y mayonesa— y tuvo una arcada que aplacó con una contracción de su abdomen.
—¿Estás bien? —preguntó Carolina mientras recogía su pelo castaño en una coleta.
Jon asintió con la mandíbula apretada. Mostró el pulgar a su amiga y volvió la mirada a su cuaderno milimetrado.
—Las proteínas están compuestas por péptidos, pequeñas piezas pegadas entre sí que permiten procesos primordiales —continuó Don Rafael.
Mientras Jon hacía garabatos, supuso que esa sucesión de «pes» habría bañado a aquellos pobres alumnos que se sentaban en primera fila. Elevó la vista y se cercioró de que así había sido: Juan Carlos Corrado se secaba el rostro con las mangas del jersey.
Jon siempre se imaginó que, si el Rafael Alberti fuera un instituto de Estados Unidos, Juan Carlos, con su pelo rubio y lacio —la raya perfecta en medio— y esa sonrisa perenne de foto de anuario, sería quien quedaría primero en los concursos de deletreo. También sería el capitán del equipo de fútbol. Todos lo llamarían JC o Yeisí, llevaría una chaqueta deportiva con sus iniciales bordadas y su taquilla estaría llena de notas de admiradoras secretas. Sería el rey del baile de graduación. Lo coronarían con una diadema de gala hecha de cartón. Y, obviamente, recibiría una beca deportiva en la Universidad de Yale. Sin embargo, Alicante no era Connecticut y Juan Carlos Corrado podría estar a años luz del planeta Tierra antes de haber dado siquiera su primer beso.
Don Rafael continuó con la lección y tomó una tiza azul para representar los enlaces peptídicos. Su calva resplandecía bajo las luces de los tubos fluorescentes. De nuevo, se llevó las manos a la cara. «Un par de colores más y parecerá un arlequín», pensó Jon. Estiró las piernas, calzadas con sus Nike blancas, las apoyó sobre la barra metálica del pupitre y elevó las patas delanteras de la silla. Miró hacia la ventana. Unos nubarrones habían tomado el cielo y el vaho cubría la enorme cristalera, donde un caracol se deslizaba en horizontal hacia ninguna parte, dejando tras de sí un rastro nacarado.
El suelo tembló.
—Vamos, chicos. Todos debajo de los pupitres —ordenó el profesor—. Ya lo hemos ensayado varias veces. ¡Vamos!
Los alumnos obedecieron. Jon miró a Carolina bajo la protección de su mesa. Su amiga se encogió de hombros.
La sacudida fue breve.
—Permaneced bajo los pupitres y haceos un ovillo. —La voz de Don Rafael se escuchó amortiguada por la madera de su atril, pero seguía sonando como un buldócer gripado—. Os avisaré cuando podáis salir.
Otro temblor, esta vez más intenso.
El aula se llenó de una lluvia de lápices Faber-Castell que rodaban por los pupitres antes de golpear el suelo con repiqueteos secos.
Un resplandor atravesó los ventanales e inundó la estancia de un fulgor púrpura.
—Aguantad, muchachos —continuó el profesor—. Ahora cerrad los ojos por si acaso. Viene la sacudida.
Todos obedecieron. Más les valía. Jon lo supo con suma certeza a pesar de mantener los párpados cerrados. Nadie quería quedarse ciego por un fragmento de cristal. Nadie quería destronar a Juan, el tuerto.
Tal y como avisó Don Rafael, a la luz le siguió un estremecimiento violento. Las ventanas retumbaron y se escuchó un crujido.
—¡El vidrio ha aguantado esta vez! —exclamó el profesor con un alivio evidente.
—Jon —susurró Carolina—, ¿me oyes?
—Sí —respondió.
—¿Estás nervioso?
El chico, aún con los ojos cerrados, pensó en el caracol que había visto en la ventana hacía unos minutos. «Estará muerto —se dijo—. La sacudida lo habrá aplastado contra el cristal». Después, en su cabeza se sucedieron imágenes de la última Selección: Don Rafael temblando —pero diciendo a todos que no pasaba nada—, la llegada de Ellos tras el recreo y Amanda Aguado siendo señalada por uno de esos dedos alargados. Lo último que Jon esperaba al comenzar la mañana —con Dragon Ball de fondo y un bol de Corn flakes sobre la mesa del salón— era que este día acabara convirtiéndose en ese día.
—Un poco —confesó el chico, tras lo que se lo pensó mejor, suspiró y añadió—: La verdad es que estoy cagado de miedo.
—Dicen que allí es mejor, Jon. Que los niños juegan varias horas al día y que les dan de comer lo que quieren. Es bueno que te elijan. De verdad que lo es.
«Ya, Carolina, pero no me apetece pasar el resto de mi vida a varios años luz de aquí haciendo Dios sabe qué. Llámame loco», se dijo Jon, pero se quedó callado. Entonces oyó cómo se abría la puerta del aula. El chirrido metálico de las bisagras oxidadas era inconfundible.
—¡Chicos, poneos en pie!
Jon se incorporó. Observó a su amiga, que elevó las cejas y arrugó el morro. Miró al frente. Tal y como sucedió el año anterior, solo había uno de Ellos junto a Don Rafael. El profesor de Biología le hizo una reverencia trémula.
El ser, embutido en un traje gris y ámbar admiró a los alumnos a través de su escafandra. Jon lo miró a los ojos y se estremeció. «Qué mal rollo dan, joder —pensó—. Que no sea yo, por favor. Que no sea…». El Ello fue elevando la mano muy poco a poco, como si tuviera todo el tiempo del mundo para decidir quién sería el pobre desgraciado que abandonaría todo cuanto conoce para acabar viajando a un lugar del que solo que escuchaban rumores.
El chico cerró los párpados de manera instintiva. No quería cruzar la mirada con esos ojos negros y ovalados.
Un rumor creciente tomó el aula.
—B-bueno… —balbuceó Don Rafael—. Juan Carlos, ya sabes lo que toca.
Jon abrió los ojos.
—¿¡Qué!? ¿Por qué yo? ¡No quiero ir, Don Rafael! ¡No puedo ir!
—Vamos, muchacho. —El profesor se rascó la nuca, echó un vistazo fugaz al Ello y volvió la mirada a su alumno—. Sabes que no hay opción. Tus padres estarán orgullosos de tu… ¡Juan Carlos, no!
El chico de pelo rubio puso un pie en su silla, el siguiente sobre el pupitre y se elevó en el aire para caer en medio del aula, justo en el hueco entre Jon y Carolina.
—¡Vuelve! —gritó el profesor, pero el brillante alumno ignoró la orden.
El Ello abrió la mano en su dirección.
El alumno se quedó paralizado.
Un resplandor dorado lo hizo arrodillarse.
Se oyó un crepitar breve, similar al de la madera al quemarse.
La piel de Juan Carlos se fue tornando roja, salpicada por capilares violetas que avanzaban por sus pómulos como los afluentes de un río. Elevó la nuca y abrió la boca con la intención de decir algo, de gritar, de protestar, de quejarse; pero lo único que se escuchó fue una exhalación rápida y superficial. Segundos después, cayó al suelo. De nada importaban ya sus aptitudes académicas.
—¡Vaya! —dijo Don Rafael, elevando las cejas. Su cuerpo orientado hacia el ser, sus ojos mirando al suelo de linóleo—. Es… Esto es la primera vez que ocurre, señor. Lo siento en…
El Ello no esperó. Desvió el brazo hacia su derecha y lo fue moviendo hasta que se detuvo en seco.
Jon sintió el pulso acelerarse en sus sienes. Las manos, frías y torpes, le hormigueaban como si ya no le pertenecieran. La boca, seca. Giró la cabeza y encontró los ojos de Carolina, que lo miraban con brillo. Su amiga le sonrió.
—Jon Barea —le llamó el profesor—, ya sabes lo que tienes que hacer. No seas un insensato como tu compañero. ¿De acuerdo, muchacho?
Él asintió, muy despacio. Aunque todo en su interior gritaba que no.
Muy bueno, inquietante. Me gustó mucho la descripción del profesor y la mezcla de fastidio, desagrado y miedo de Jon.
¡Qué miedo!
Me elige a mí y finjo que me da un ataque epeleticoss jajaja.