Esta semana Pedro Gala se ha colado en mi buhardilla.
No ha traído vino ni pastas, pero sí un relato que hiela la sangre —literalmente—. Hablo de una historia cruda sobre…
Ya la leerás más abajo.
Tú, si quieres, pasa también, pero no olvides cerrar la puerta, que fuera hace un frío que pela.
—¿Te apetecería un relato sobre supervivencia en un entorno hostil?
—Sí, sin ningún problema —respondió Pedro.
En su perfil tenéis uno que escribí yo para su newsletter, justo AQUÍ.
Y abajo, el que escribió él para la mía.
¡Disfrutadlos!
Cuando la luna ardió y el cielo se volvió azul noche, nadie pensó que sería el principio del fin.
Fue un domingo cualquiera. A las 10:34 de la mañana, el meteorito atravesó la atmósfera como un cuchillo incandescente y cayó en algún lugar del Ártico. Primero vino el silencio, luego el viento. Después, el mundo cambió.
Nueva York se congeló en menos de setenta y dos horas.
La nieve cubrió los rascacielos como sudarios blancos. Las estatuas del Central Park aparecieron desnudas, sin rostro. El Hudson se transformó en una autopista de hielo donde los barcos encallaban como animales muertos. Y bajo tierra, entre túneles agrietados y vagones oxidados, sobrevivían los últimos restos de lo que una vez fue una ciudad.
Alma respiraba con dificultad. Cada bocanada de aire era una pelea. Llevaba días sin dormir más de dos horas seguidas. El refugio improvisado en la estación de Lexington y 59th se deshacía a pasos lentos pero firmes: goteras congeladas, techos desplomándose, ratas que ya no huían, porque sabían que los humanos estaban más débiles que ellas.
Catorce personas quedaban.
Entre ellas, un niño que no hablaba, una adolescente que dormía con un cuchillo bajo el pecho, una mujer embarazada que aún tenía esperanzas, y Theo. El biólogo. El único que todavía miraba el cielo buscando respuestas.
—No podemos quedarnos más —dijo Alma aquella mañana, con la voz rota por el frío—. Si seguimos aquí, moriremos sin que nadie lo sepa.
Theo asintió. Sacó de su mochila una hoja arrugada: un mapa de temperaturas térmicas antes del colapso. Lo había robado del Instituto Geológico el día del impacto. Mostraba una franja estrecha, al sur, donde aún podía vivirse. O al menos eso creían.
—Si llegamos a la costa, quizá… —empezó a decir.
—No hay quizá, Theo. Solo camino o muerte.
Ese día, antes de salir del túnel, Alma volvió a mirar los nombres escritos en la pared. Cada vez que alguien moría, lo escribían allí, con carbón, como si eso los hiciera menos fantasmas.
Luego subieron.
Y el mundo era blanco.
Y el mundo era salvaje.
Avanzaron durante tres días entre ventiscas, grietas invisibles y un cielo perpetuamente gris.
Las raciones menguaban, las fuerzas también. Alma había perdido la sensibilidad en los dedos del pie izquierdo, pero no decía nada. El niño de Theo se aferraba a su abrigo como si pudiera fundirse en su calor.
Cuando vieron las chimeneas de la Fábrica recortadas contra la niebla, parecían una promesa.
El viento no soplaba con tanta fuerza allí, y un hilo de humo negro salía del interior. Donde hay fuego, hay vida. Donde hay vida… esperanza.
Una figura salió a recibirlos, alzando los brazos. Llevaba un abrigo militar y una máscara negra que le cubría medio rostro.
—¡Bienvenidos! —dijo con voz ronca—. Estáis a salvo. Nadie sobrevive aquí afuera mucho tiempo. Entrad.
Les ofrecieron comida caliente —algo que parecía sopa—, mantas, y una sala donde podían dormir juntos. El suelo estaba cubierto de alfombras viejas, y había un generador que emitía un zumbido constante.
Theo miró a Alma. Ella no bajaba la guardia.
—¿Confiamos? —susurró él.
—Una noche —respondió ella—. Solo una.
Los Carroñeros, como luego descubrirían que los llamaban otros sobrevivientes al sur, eran amables. Demasiado. Sonreían sin usar los ojos. Tocaban a los recién llegados como si los midieran. Uno de ellos, un hombre con tatuajes militares en el cuello, le preguntó al niño de Theo si sabía leer.
—Aquí también tenemos libros —dijo—. Pero los usamos para otra cosa.
La frase quedó en el aire como el vapor que salía de sus bocas.
Esa noche, mientras el grupo dormía, Alma patrulló en silencio los pasillos. Fue entonces cuando lo encontró.
Una puerta entreabierta, un olor metálico.
Y dentro, la carne.
No animales. No ganado.
Humanos.
Cadáveres colgados boca abajo en ganchos, como en una cámara frigorífica. Uno de ellos era el anciano que había desaparecido dos días antes durante la ventisca. Otro… apenas reconocible.
Alma retrocedió, cerró la puerta y se quedó unos segundos apoyada contra la pared helada.
Luego buscó a Theo.
—Tenemos que salir ya —le susurró—. No estamos refugiados. Estamos almacenados.
En la mañana, la puerta principal estaba cerrada. No con cerrojo, sino con un sistema mecánico interno que solo se abría desde dentro.
Krüger los esperaba en el pasillo, con su máscara y su voz calma.
—¿Dónde creéis que vais?
—No somos parte de esto —dijo Alma.
—¿Y qué sois entonces? ¿Carne libre?
Entonces uno de los suyos soltó una carcajada.
—Aquí no sobra nadie. Ni siquiera vosotros.
Fue el niño de Theo quien gritó primero. No por miedo, sino porque vio a uno de los carroñeros acercarse con un cuchillo. Y ese grito fue suficiente para que todo estallara.
Theo golpeó al hombre con una lámpara rota. Alma sacó el machete. El grupo, desorganizado, se defendió como pudo. Algunos cayeron. Otros huyeron entre pasillos oscuros, entre los gritos de los que no volverían a ver la nieve.
La puerta principal se abrió con una explosión improvisada: gasolina, una vela y una lata de conservas vieja. Alma y los que sobrevivieron escaparon entre fuego y cristales. A su espalda, la Fábrica ardía.
Krüger los miraba desde la distancia. No los persiguió.
Solo levantó una mano y dibujó una cruz en el aire, como si ya estuvieran muertos.
Encontraron el tren a medio sepultar en la nieve, varado como un animal dormido junto a una vieja vía oxidada al sur de Trenton. Un convoy de carga, con algunos vagones todavía enteros.
Entraron por uno lateral, después de abrirse paso con un hacha improvisada.
Dentro, no hacía calor, pero al menos no soplaba el viento. Y no olía a muerte.
Esa noche, Alma no durmió. Nadie lo hizo.
Theo tenía una herida profunda en el costado, pero aún respiraba. Había perdido mucha sangre al escapar de la Fábrica, y la venda que le pusieron no era más que un retazo de camisa atado con cinta adhesiva. El niño, sin nombre aún, sin palabras aún, se quedó junto a él. Como si supiera.
Alma lo miraba. Sentía que ese niño era su brújula. No porque supiera a dónde ir, sino porque le recordaba de dónde venía.
Cerca de las tres de la madrugada, cuando el silencio lo cubría todo, ella se sentó junto al pequeño.
—¿Sabes? —dijo, sabiendo que no respondería—. Cuando era niña, creía que el invierno era una estación bonita. Las mantas, el chocolate caliente, las luces de Navidad. Pero este invierno… este no se irá nunca.
El niño la observaba, quieto.
—Tengo miedo —confesó Alma, por primera vez en voz alta—. No del frío, ni de las bestias, ni siquiera de los hombres como Krüger. Tengo miedo de acostumbrarme. A todo esto. A sobrevivir así.
Afuera, la ventisca rugía con rabia. Pero dentro, el tiempo se detenía.
El niño metió su mano pequeña en la de ella. No dijo nada. No hacía falta.
En un rincón del vagón, la embarazada dormía abrazada a su propio cuerpo, como protegiéndose desde dentro. Otro de los sobrevivientes tarareaba, casi inaudible, una melodía olvidada. Theo deliraba entre susurros.
Alma cerró los ojos un segundo. Solo uno.
Cuando los abrió, el cielo empezaba a clarear.
Y en ese azul pálido que se colaba por las grietas del vagón, vio algo que no esperaba: la línea del horizonte. Lejana, recortada entre nubes. Y un destello tenue que parecía reflejar agua.
—El mar —susurró.
No sabía si era real o una trampa de su mente. Pero era suficiente.
Se incorporó con dificultad, ajustó su abrigo y susurró al niño:
—Vamos. Aún no hemos terminado.
El camino hacia el sur fue más duro que cualquier otro tramo.
Quedaban cinco.
La mujer embarazada no resistió la última nevada. Murió en silencio, con la cabeza apoyada sobre el regazo de Alma, sin una queja, sin una lágrima. La envolvieron en mantas y la dejaron junto a un poste de carretera cubierto de hielo. No dijeron nada. Las palabras, a esas alturas, solo restaban energía.
Theo, a pesar de la fiebre y el dolor, siguió. Medio arrastrado por Alma, medio guiado por el niño. Se negaba a cerrar los ojos. Solo cuando vieron el océano al fondo, sus pupilas se relajaron.
—Pensé que ya no quedaba mar —susurró.
—El mar siempre encuentra la forma —dijo ella.
El agua no era azul. Era gris, espesa, salpicada de témpanos. Pero era agua, y eso bastaba. El frío aún era brutal, pero ya no quemaba con la misma intensidad. El sol asomaba como un espectro débil entre las nubes. Y las aves volaban en círculos sobre la costa, como si recordaran otra vida.
El grupo descendió por una colina blanca. Una especie de cabaña de pescadores semiderruida marcaba el final del camino.
Alma bajó al niño de su espalda. Theo se dejó caer sobre la nieve.
—No hay nadie… —dijo él, con los ojos vacíos.
—¿Esperabas aplausos? —respondió Alma.
No hubo botes. Ni rescate. Solo el sonido del oleaje contra los fragmentos de hielo. Pero por primera vez, el horizonte no era una amenaza. Era… algo.
El niño caminó hasta el agua y la tocó con los dedos. Luego miró a Alma.
Ella se acercó y se arrodilló a su lado.
—Cuando llegamos aquí —dijo en voz baja—, yo ya no creía en nada. Ni en Dios, ni en los gobiernos, ni en la bondad de los hombres. Solo en el movimiento. En poner un pie delante del otro. Pero ahora…
No terminó la frase.
El niño tomó su mano. Y esta vez, habló.
—Estamos vivos.
Eso fue todo.
Detrás de ellos, el hielo crujía. El pasado quedaba sepultado. Delante, un mundo desconocido.
Posiblemente igual de duro. Pero no congelado.
Alma respiró hondo. Sintió el salitre en los labios. Y aunque no sonrió, algo en su pecho se aflojó.
Y así, en el fin del mundo, no hallaron salvación.
Pero sí un lugar al que seguir caminando.