Jacob Davies se abotonó el pantalón y asomó la cabeza sobre la barandilla. Una de las señoras escudriñaba el entorno en busca del origen de la meada. Llevaba un gorro de lana que había quedado intacto. Una pena. La otra, iluminada a medias por una farola, se llevó la falda a la nariz e hizo un aspaviento. Las ancianas comenzaron a maldecir y miraron hacia arriba. «¿Me veis?», pensó Jacob, y sacó la cabeza aún más. No se sentía nervioso —nunca lo estaba—. Se agachó y cogió un adoquín. Las manos le temblaban de la excitación. Lo sostuvo unos segundos y echó un vistazo a la calle para hacer el cálculo. Inspiró. Alguien asaba castañas, probablemente en la plaza. Jacob sintió cómo el frío de la noche le rozaba los labios. Las señoras seguían vociferando. Sus palabras resonaban en la calle vacía: insultos de abuela curtida, llenos de furia acumulada por años de paciencia rota. Su plato favorito.
La humedad empapaba el cemento bajo sus pies. Descendió la mirada hacia el proyectil en su mano y luego la volvió hacia las ancianas. Podía hacerlo. Lo había hecho otras veces. Lanzar el ladrillo, admirar la escena unos segundos y correr. Sintió placer solo de imaginarlo. Después, un cosquilleo en la nuca.
Cerró los ojos y soltó el adoquín tras la barandilla. Un alarido le siguió. Después, un grito agudo. ¿Lo había conseguido? La anciana de la falda se asía del hombro de la señora del gorro. Ambas miraban al suelo, donde reposaban los restos del adoquín. No había sesos ni sangre. Maldijeron y huyeron calle abajo. Jacob se sentó en el suelo, colocó las palmas de sus manos sobre la cabeza y suspiró. Tendría que cambiar de plan. Seguía hambriento.
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Jon Meyer caminaba por la arena y se sacudía los mocasines cada pocos pasos. Olía a salitre y madera húmeda. Una brisa fría le helaba las pantorrillas que sus padres le obligaban a mantener descubiertas. «Qué estúpida costumbre», pensó. En sus doce años de vida, Jon no había alcanzado a entender en qué momento a alguien le resultó buena idea que los niños llevaran pantalón corto cada día —incluso en invierno—. «Adra no es Ebron, al menos. Allí sí que hace un frío que pela», se consoló. El paseo estaba oscuro, apenas iluminado por la luz de la luna creciente y las lámparas de gas del hotel Koolover. Era un edificio de madera pintado de blanco, con amplias verandas que rodeaban su estructura y tejados a dos aguas. Desde sus balcones, los turistas solían disfrutar de las vistas al mar durante los veranos mientras tomaban sopa de almejas, a menudo acompañada de un Gin Rickey. Jon solía pasarse por ahí para repartir el periódico y ganarse unas cuantas monedas. A veces le invitaban a comer, lo que agradecía incluso más que el dinero. Aborrecía las gachas de casa —«ese engrudo espeso y tibio del demonio».
Abandonó la playa, atravesó la acera y pasó junto al hotel. Se cruzó con un par de señoras mayores. Iban de la mano y caminaban a paso ligero. Murmuraban algo entre dientes que Jon no alcanzó a entender. El niño las saludó con la mano. Ellas se limitaron a asentir y continuar su camino. Unos minutos después, llegó a la avenida principal. Estaba flanqueada por casas de colores pastel, con torretas y detalles de encaje en las fachadas. «Casas de ricos, con señoras de seda, hombres de oro y perros de porcelana», solía decirle su maestro. Jon tocó un vestido de seda una vez y le encantó el tacto. Desde entonces, se propuso que tendría una capa de ese material cuando por fin dejara de ser pobre. No una cualquiera, no; una roja, del mismo rojo de las puestas de sol en el puerto. «Algún día», pensó mientras apretaba los periódicos contra su pecho. Ya en la plaza, el señor Harrison asaba castañas en su puesto.
—Buenas noches, señor Harrison.
—Buenas noches, Jon —dijo con una sonrisa—. ¿Qué tal ha ido el día?
—Bueno… —respondió, y echó un vistazo a los periódicos, que había colocado bajo su axila—. Ha habido mejores.
—Dame uno, anda.
Jon elevó las cejas, cogió un ejemplar y se lo ofreció. El anciano pagó la cuantía, separó la última página del resto, formó un cono con ella y lo fue llenando de castañas.
—¿Quieres? —preguntó, al tiempo que le tendía el cucurucho de papel.
Jon se acercó, colocó la nariz sobre las castañas e inhaló. El aroma tostado hizo que salivara.
—¿De verdad? —preguntó el niño.
—Claro, muchacho. Mira a tu alrededor. Apenas queda nadie por aquí ya. El frío aprieta y la gente está en sus casas oyendo la radio junto a la chimenea. O las voy regalando o me las tendré que comer yo todas.
Jon tomó el cucurucho con cuidado y sintió el calor en sus manos a través del papel. Pensó en lo lejos que estaba aún de permitirse una cena elegante en el Koolover. Pero esa noche, al menos, tendría algo más que gachas asquerosas para llevarse a la boca.
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El viejo del puesto le dio un cucurucho con castañas al niño. Jacob Davies se frotó las manos. Pantalones cortos de lana —remendados mil veces—, abrigo de mezclilla, calcetas con agujeros, mocasines desgastados y una boina que le quedaba grande —seguramente pertenecía al padre del muchacho—. Sería un buen aperitivo tras el fracaso del plato principal, ¿o quizá no? «¡Piensa a lo grande, tonto Davies! O piensa aunque sea, al menos, o pasarás el resto de tu vida enlatando atunes», solía decirle su encargado.
Quizá pudiera ser algo más que un simple bocado. Un canapé apenas llenaría el vacío de sus entrañas, y el niño tenía potencial para ser otra cosa: un árbol que podría regar cada día hasta que sus frutos estuvieran maduros. Lo llevaría a casa a cambio de unas monedas o de un par de hogazas de pan. Lo encerraría en el sótano, que adaptaría a los gustos del chico. Compraría un caballito de madera, algunos libros de Dickens y un candil por si quería leer por las noches. Haría que se sintiera cómodo, que lo respetara, incluso que llegara a quererlo como a un padre. Entonces, y solo entonces, cuando el pobre estuviera tan acostumbrado a él como un pájaro a su nido, lo mataría. Lo haría lentamente. Vería el dolor y la decepción en sus ojos y los saborearía. Sus padres lo echarían en falta, claro, pero al fin y al cabo eran pobres. «Los pobres no dejan huella, tonto Davies». Adra no pararía su actividad por un chico raquítico que se ganaba la vida vendiendo periódicos baratos y mendigaba un puñado de castañas. Jacob se imaginó a la madre del muchacho llorando, apoyada en el alféizar de la ventana. Se relamió los labios y entrecerró los ojos mientras saboreaba la escena.
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Jon tiró una cáscara al suelo. Arrastró con la lengua los restos de una castaña rancia desde un premolar hasta que estuvieron a la altura de sus incisivos y escupió. Le encantaban las castañas, pero odiaba el sabor de las amargas. Se despidió del señor Harrison y giró hacia la calle Elmwood —si es que a eso se le podía llamar calle—. Era poco más que un estrecho sendero de tierra apisonada, flanqueado por casas desvencijadas que hacían de refugio para fumadores de opio y tuberculosos. El moderno tendido eléctrico de la plaza no llegaba hasta allí. En Adra, como en Ebron o Cislas, la electricidad era cosa de las zonas de los ricos.
El chico se comió otra castaña. Su estómago rugió en respuesta y rompió el silencio del callejón. A su izquierda, una rata del tamaño de un caniche mordisqueaba un trozo de cartón. «Hasta las ratas son pobres», pensó. Una ráfaga de aire le rozó la nuca, antes de colarse por los huecos de las casas semiderruidas, y se transformó en un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Era esa sensación familiar que lo envolvía cuando la oscuridad se volvía densa y sus sentidos parecían despertarse de golpe. Ese sexto sentido —el que todos los humanos llevan dentro— cerró su mano en un puño y le golpeó la sien con una advertencia silenciosa: «no estás solo, Jon Meyer». El chico se giró de golpe hacia atrás, sin dejar de caminar. Una figura de andares toscos le seguía a lo lejos. Jon apretó el paso y volvió a mirar tras unos segundos. La figura aceleró.
—¡Muchacho! Se te ve hambriento ¿No querrías unas monedas a cambio de un trabajo digno? La venta ambulante de periódicos no es cosa para toda la vida.
«¡Y un cuerno!», pensó Jon, y echó a correr. «¡Este hombre se me quiere llevar!». El chico había oído historias sobre niños perdidos. Su maestro le había contado que, una vez, en Cemora, un niño desapareció un día de pascua. Encontraron sus restos junto al río meses después. Una familia rica había usado su sangre y sus vísceras para tratar de curar la tisis de su hija. «La desesperación es la madre de la superstición, Jon», decía su maestro.
Los pasos del hombre sonaban más cerca. Jon giró a la derecha, justo a la altura del estanco. Saltó para esquivar un escalón, pero no llegó a aterrizar. Unas manos callosas lo agarraron de las axilas antes de que sus pies tocaran el suelo.
—¡Suélteme! ¡Déjeme en…! —La mano del hombre le tapó la boca.
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A Jacob Davies le dolía la mandíbula. No había dejado de sonreír desde la plaza, y lo seguía haciendo. El niño trataba de soltarse de su agarre, sin éxito.
—Tranquilo, muchacho —dijo—. Te voy a llevar a casa. Vivo cerca, junto a los ultramarinos. Allí estaremos bien. No pasarás hambre.
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Jon cerró los ojos y recordó las enseñanzas de su maestro: «Accede a Fundarion desde la calma, Jon. Ten control sobre tu ira, o tu ira será la que te controle a ti». Ya no estaba en la calle Elmwood. Nadie lo agarraba ni le cubría la boca. Se encontraba en un espacio vacío, en silencio, con una enorme puerta de madera frente a él. La abrió y sintió calidez. Cruzó el umbral y estuvo ante Fundarion de nuevo. Las llamas bailaban libremente, suspendidas en el aire. Los géiseres brotaban de la tierra y su agua se elevaba en el cielo hasta donde no alcanzaba la vista. Una brisa arrastraba partículas de polvo y formaba remolinos en movimientos casi hipnóticos. En el mundo de los elementos primordiales, agua, tierra, fuego y aire convergían en una eterna lucha sin vencedores. Jon estaba listo.
Abrió los ojos de nuevo. Seguía en el callejón, con sus labios sellados por una mano enorme. Con el otro brazo, el hombre malvado lo sujetaba por la cintura mientras bajaba los escalones en dirección al puerto. Apenas habían pasado unos segundos, pero había algo diferente: la mano derecha de Jon, abierta de par en par, irradiaba un calor reconfortante. Ya no había oscuridad, sino una tenue luz parpadeante que brotaba de su palma. Elevó la mano por encima de su hombro derecho y la descargó con fuerza contra la cara del secuestrador. Se oyó un chillido de dolor, tras lo que el chico se zafó del agarre.
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Jacob soltó al niño y se llevó las manos a la cara. Le ardía. El olor a carne y pelo quemados le provocó una arcada. Trató de parpadear, pero solo su ojo izquierdo le obedeció. La piel del párpado superior de su ojo derecho se había fundido con la del inferior. Bajó la vista, con su ojo sano, y observó al muchacho. Era mucho más bajo y delgado que él, pero se erguía desafiante, dos escalones abajo, con la barbilla levantada. En su mano, una llama anaranjada y púrpura brillaba con una intensidad que había vencido a las sombras del callejón. Era pequeña, pero Jacob podía sentir su calor. «Es un brujo», pensó. «Un siervo de Satán, un ser del infierno que viene a castigarme por mis pecados». Jacob trató de sentir arrepentimiento, pero fue incapaz. Como incapaz era de sentir nada.
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El hombre era fornido. Jon vio cómo su cabello, liso y pobre, se mecía por el viento. El fulgor del fuego se reflejaba en su mirada vacía, sin rastro de humanidad. Seguía frente a él, a unos peldaños de distancia, sin inmutarse mientras se aguantaba el rostro como si se le fuera a caer si lo soltaba. Jon dio gracias a su maestro por sus enseñanzas y a Fundarion por permitirle invocar el fuego.
—¡Váyase de aquí! —dijo—. ¡No quiero hacerle daño!
El hombre malvado dio un paso hacia delante, flexionó la cadera y se abalanzó sobre Jon. El niño lo esquivó, elevó el brazo derecho y apretó los dientes. El fuego en su palma se avivó e iluminó la calle Elmwood como nunca antes lo había estado. Segundos más tarde, el callejón se llenó de un hedor acre y tostado, muy diferente al de las castañas recién hechas del señor Harrison.
Bueno, bueno. Muy bueno.