Las cigarras de un verano infinito
Un relato en primera persona narrado por Gabriela, una escritora. No es de terror ni de fantasía ni de ciencia ficción. No sé de qué trata, la verdad.
Viernes, 3 de enero, durante el desayuno.
Le pido a mi mujer que me diga 3 palabras para usar en mi siguiente relato. Fueron: «conejo», «azulejo» y «arroz».
Viajar hacia una infancia inventada fue inevitable. Lo que terminé escribiendo, una sorpresa.
Como siempre sucedía en los largos veranos de finales de los ochenta, me desperté de madrugada. No fue el calor húmedo del Mediterráneo lo que me desveló, sino el quiquiriquí del gallo que gobernaba el corral de mis abuelos —a quienes llamaré «yayos» de aquí en adelante—. Fui a la cocina, me serví un vaso de leche fría, me mudé al salón y encendí el viejo televisor de tubo, un Sony enorme. Elegí una de las dos opciones disponibles: La Uno —o la Primera Cadena, como decía mi yaya—, y corrí hasta esclafarme en el sofá. Me quité las legañas con Vickie el Vikingo, el enclenque protagonista de su show homónimo a quien siempre creí una niña (y no me he bajado del burro aún a día de hoy).
Fue en ese momento cuando llegó «la llamada». La primera de otras muchas. Cogí mi libreta de ejercicios de Vacaciones Santillana, me tumbé en el suelo de mármol —en verano estaba fresquito— y comencé a escribir un cuento tras la guarda volante, en las páginas de cortesía: Gabriela y sus aventuras. No me preguntéis por él. A pesar de que me acuerdo de casi todo de aquella época, no recuerdo absolutamente nada del cuento. De hecho, estoy convencida de que el título no era ese —pero algo tenía que poner.
Cuando llevaba escribiendo lo que me parecieron horas, mi yayo Román entró al salón. Arrastraba los pies a cada paso, envueltos en alpargatas, e iba en calzoncillos de pijama y sin nada que cubriera su torso de búfalo. También bufaba como tal. A pesar de su aspecto tosco, sus manos agrietadas y su voz cazallera, tenía corazón de poeta y solía recitar versos de memoria en los momentos menos esperados. ¿Lo más impresionante? Era prácticamente analfabeto —apenas era capaz de escribir la lista de la compra—. Mi yaya le leía poemas, él los almacenaba en su memoria y las palabras se arraigaban a su alma para no soltarla jamás.
—¡Qué alegre y fresca la mañanita! Me agarra el aire por la nariz; los perros ladran, un chico grita, y una muchacha gorda y bonita junto a una piedra muele maíz.
—¡Yayo! —Dejé el lápiz sobre el cuaderno y fui a abrazarlo. Se agachó para ponerse a mi altura y me tomó en brazos.
—¿Qué está escribiendo mi Marquesona? —Mis yayos me llamaban así porque decían que era una «pachorrona». Al parecer, me gustaba tomarme mi tiempo para comer, cagar y dormir.
—Un cuento —dije—. Va de una nena que se llama Gabriela y que… —A continuación iría lo que fuera que dije sobre el argumento del cuento.
—¡Anda! Pero qué interesante. —Me depositó en su brazo izquierdo, como el paquete que era, y me apretó contra su pecho mientras hacía malabares con la mano derecha para abrir la puerta de casa—. ¿Vamos a ver a Correcaminos?
—¡Sí! —exclamé. Correcaminos era mi conejo. Tenía el pelaje pardo. Por aquel entonces contaba a mis amigos que era un vampiro —tenía los ojos rojos y grandes—, que por eso mis yayos lo tenían encerrado y que no podía darle la luz del sol o se convertiría en polvo y cenizas.
Anduvimos por el camino de tierra hasta llegar al corral, lugar que daba cobijo a conejos, pollos, codornices y a cualquier animal con un destino distinto al de ser una mascota. Olía a tomillo. Mi yayo me dejó en el suelo y corrí a las conejeras mientras espantaba a las moscas que zumbaban cerca de mi cara. Tomé un cubo de plástico azul, lo volqué y lo convertí en un improvisado escalón para alcanzar la compuerta de rejillas que mantenía a Correcaminos apartado de las briznas de hierba fresca de los prados: de su libertad. La abrí y lo acaricié. Era tan suave como mi peluche de Gizmo, puede que incluso más.
—Buenos días nos dé Dios —Mi yaya Rita irrumpió en el corral con el pelo enmarañado y su chata en la mano para lavarla en la pila. Tenían aseo dentro de casa —a diferencia de en los tiempos de posguerra—, pero había mantenido la cómoda costumbre de orinar junto a la cama: «soy una coñona, qué le voy a hacer». Era menos cariñosa que mi yayo —o más solemne, podríamos decir.
Como os he contado, mi yayo iba en calzoncillos; eso se debía a que mi yaya siempre llevó los pantalones en casa. Fue enfermera durante la guerra, amaba leer a Gabriela Mistral y fumaba Ducados Negro y sin filtro, pero decía que llevar reloj de pulsera era de putas. Años después me contó que ocultaba a gente del bando vencido en su «casa de moza». El zulo tenía conservas, salazones e incluso una pequeña biblioteca tras una falsa pared.
✦✦✦
Horas más tarde, mi yaya Rita sostenía a Correcaminos por las patas traseras. Elevó la vara y le asestó un golpe certero en la nuca. El animal comenzó a convulsionar mientras pequeñas salpicaduras de sangre teñían de granate el suelo de azulejos del patio. Hacía unos minutos, el conejo roía una zanahoria en la seguridad de su jaula de hierro. Sin embargo, en ese momento, su cuerpo sin vida convulsionaba de forma espasmódica. Aparté la mirada. Escuché cómo mi yaya afilaba un cuchillo. Después oí el chorro, ligero y constante, golpear el suelo con un eco húmedo. Lloré.
Esa misma mañana, cuando mi yaya nos había dado los buenos días en el corral y giré la cabeza para devolverle el saludo, me despisté y mi conejo cayó de su jaula. Después no pudo caminar más. Nunca sabré si quedó parapléjico o se trató de un simple esguince. Daba igual. Para aquellos nacidos con hambre heredada y criados en la necesidad aprendida, los animales de sustento no tenían derecho a acudir al veterinario o a un entierro digno —a no ser que fueran ganado—, ni siquiera a un nombre que no acabara siendo una ironía cruel. Si enfermaban: a la olla.
—No llores, Marquesona —dijo mi yaya. La miré. Ella me devolvió la mirada con los ojos entornados, cegada por el sol de agosto.
—¡No estoy llorando! —mentí, con la mandíbula apretada, y fui al salón a buscar refugio en el retumbar bajo del televisor.
✦✦✦
Durante la comida, mi yayo exprimía un limón por toda la paellera. Mi yaya colocaba los cubiertos y cantaba una de sus coplas con voz queda:
Es Mari Cruz la mozita,
la más bonita
del barrio de Santa Cruz…
Yo deshuesaba una oliva con la lengua, sin poder quitarme la escena de la cabeza.
—Marquesona, ¿qué te pasa? —preguntó mi yayo, y colocó su mano callosa sobre mi hombro. Estaba pegajosa, pero la sentí tan cálida como la manera en que me miraba.
Arrugué el morro y escupí el hueso en un cuenco sobre la mesa.
—¡No pienso comerme a Correcaminos! —Para mi yo de siete años (y para el actual también), que mi mascota fuera el aporte proteico del arroz era similar a lo que hacían los zombis en La noche de los muertos vivientes. Sí, lo sé. Tenía siete años; pero también un primo de doce que me hacía ver esas películas con él.
Mientras mi yaya regaba la ensalada de col y naranja con aceite de oliva, mi yayo se sentó a mi lado.
—Marquesona, la yaya y yo hemos pasado hambre. Nacimos justo antes de que estallara la guerra, y teníamos que apañárnoslas si queríamos llevarnos algo a la boca. En los días buenos, nos alimentábamos de pan ácimo empapado en vino tinto. En los malos, masticábamos el cuero de nuestros cintos y hasta bebíamos orín de burra si la sed apretaba. Te digo esto porque…
—¡Os odio! —grité, y corrí.
Crucé el patio hacia el camino de tierra y lo seguí hasta llegar al muro del huerto de Nicolás, un vecino de mis yayos que fumaba puros y leía revistas de sucesos paranormales —no era raro verlo sentado en una mecedora en su porche, con un botellín de vidrio semiopaco y sin etiqueta, exhalando el humo de un Farias y con un volumen de Más Allá en el regazo—. Apoyé mi pie izquierdo sobre una grieta en la pared y salté al otro lado. Los limoneros de Nicolás ofrecían sombra, así que me tumbé junto a uno para llorar en paz y combatir el calor mientras las cigarras ponían la banda sonora. Siempre pensé que su canto era el leitmotiv del verano: cansino, sí, pero un tema musical al fin y al cabo. Me quedé dormida.
Fue al rato cuando me despertaron los gritos.
—¡Román! —La voz de mi yaya sonaba rota. Nunca antes la había oído así—. ¡Nene!
—Llama a la ambulancia, Rita, corre —dijo una voz grave. Supe que pertenecía a Nicolás.
Me apoyé en el tronco de un limonero para levantarme. Crucé el huerto de Nicolás y me agarré a una rama para asomarme al otro lado. Mi yaya entraba en casa con prisa. Casi tropieza con las escaleras. Nicolás estaba de cuclillas junto a mi yayo, que yacía boca arriba, inmóvil, y con la mirada fija en el cielo despejado, sin pestañear. Mi yaya salió al rato. Temblaba. Se aproximó a mi yayo, hincó las rodillas en el suelo y se agazapó junto a él. Nicolás, en silencio, le acarició la espalda.
—¡Yayo! —Salté el muro. Mi yaya elevó la vista y orientó su cara hacia mí, pero no me miraba. No miraba nada ni a nadie. No podía. Una parte egoísta de mí se sintió ignorada. Mi yaya agachó la cabeza y la apoyó en el tórax desnudo de su marido. Su lamento de desconsuelo penetró en mi cabeza como una bala, destrozó mis sesos y despedazó en diminutos fragmentos a la niña que solía ser.
Llegó la ambulancia y se llevaron a mi yayo y a mi yaya, a la que le dieron una pastilla para que se la pusiera debajo de la lengua. Hoy tengo la certeza de que se trataba de un diazepam. Me quedé con Nicolás unos días, mientras mis padres regresaban de París para venir a buscarme.
No me dejaron ir al entierro.
✦✦✦
Han pasado quince años. Es el mes de noviembre y estoy de pie enfrente del panteón de mis yayos. No sé por qué, pero he recordado que mi yayo Román escribía guebos en su lista de la compra. Esbozo una mueca, casi una sonrisa. Las rosas blancas que traje hace dos semanas se han marchitado. Huele a desinfectante. Imagino que mi tía Maruja vino a limpiar no hace mucho.
Cierro los ojos y siento el frescor del mármol del salón bajo mis pies, el aroma del tomillo en el camino de tierra y las trabajadas manos de mi yayo sosteniendo mi mano con fuerza. No puedo evitar preguntarme si, en algún rincón olvidado de mi mente, aquel cuento que escribí sigue vivo. Tal vez él lo recuerde por mí, guardado en ese lugar donde van las consciencias de los cerebros cuando se apagan. ¿Qué hará mi yaya? Probablemente estará cuidando de Correcaminos y del resto de animales mientras canta alguna copla. Terminará el tajo e irá junto a mi yayo a recostarse en el sofá y a echar humo. Mi yayo se marcará un hidalgo con un vaso de Hennessy y estirará los pies hasta que estos alcancen el taburete junto a la mesa de centro. Dormirán mientras me esperan a mí y a mi madre.
¿Verdad?
Quizá me esté engañando —en mi foro interno sé que lo estoy haciendo—. Puede que no haya un propósito, que no haya un después, que no haya un lugar.
Tengo vértigo.
Si fuera capaz, me burlaría de la soberbia de quienes se piensan trascendentes.
Una minúscula cigarra en medio de un verano vasto e infinito, ¿es eso lo que somos?
¿Y si no somos diferentes de Correcaminos? ¿Y si solo hay vacío? De ser así, estoy convencida de que es un hijo de puta con hambre que nos espera a todos para engullirnos y engordar hasta que no quede nada más que él mismo.
El sobrecogimiento hace que me duelan los ojos. Siento el pulso en mis sienes. Me agacho y dejo una nueva rosa blanca sobre la lápida, esta vez recién cortada. Mientras me despido en silencio, oigo el eco de la voz de mi yayo recitando uno de sus poemas:
«Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir».
Tanto en estas palabras. Recuerdos, infancia, generaciones, trauma, perspectiva, duelo y amor. Brillante, como siempre.