Mi madre es un demonio
Un relato de humor y fantasía que estuvo meses en el cajón, esperando ganar o quedar finalista en una revista. No pasó —el fallo fue hace poco—. Así que aquí está.
Mi amigo Lope siempre decía que me consideraba un chaval simpático y estúpido, a partes iguales. Me llevó 14 años darme cuenta de que mi madre era un demonio, así que supongo que tenía razón. Quizá debería haber sospechado por el constante olor a azufre en su habitación, la longevidad de nuestro gato Lucifur —ya estaba vivo antes de nacer yo— o las constantes preguntas sobre quiénes en mi instituto seguían siendo vírgenes. En mi defensa, he de decir que la dualidad de mi madre siempre me confundió. La mujer era capaz de pasar de un «Cariño, no olvides llevarte la rebeca» a «¿El tío de tu amigo Domingo es exorcista?» en un suspiro, así como así. Cuando se quedaba dormida viendo la televisión —y Satán me salvara de no sintonizar ningún canal catequético durante su reposo—, tras unos minutos, comenzaba a hablar en sueños. A veces decía cosas normales, como «Estoy a sus pies, mi amo» —puede que no fueran tan normales—, y otras se marcaba un soliloquio en lenguas muertas con una voz gutural que ni el mismísimo Till Lindemann. No sabía si había llegado a ir a la Escuela Oficial de Idiomas, pero mínimo tenía un B2 en Arameo. En casa nunca había sal —mi madre decía que era mala para la piel—. En sus álbumes viejos, aparecía en una fotografía que se tomó durante la inauguración del Hotel Ritz. Llevaba un vestido de talle ajustado y un sombrero estilo pillbox, atuendos muy adecuados para una mañana otoñal de 1910. ¿Os acordáis de los típicos permisos que los padres deben rellenar para que sus hijos puedan ir de excursión a la granja escuela, a Cazorla o a ver el Museo del Prado? Pues mi madre los firmaba con sangre. Por el amor de Satán, ¡si su piel comenzaba a humear si sonaba Camilo Sexto por la radio!
Mi madre se llamaba Asmodea y yo soy Samael. Samael Sulfureda. ¿He mencionado ya que era estúpido?
Seguramente os estaréis preguntando cuándo demonios me acabé cerciorando de que mi madre era un ídem. Todo empezó allá por 2004. Un año marcado por el nacimiento de Facebook y la llegada de la sonda Cassini-Huygens a Saturno. Era una época en la que creíamos que expresiones como «me puto encanta» nunca llegarían a ser populares o que la cultura emo había llegado para quedarse. También fue el año del estreno de la película El Exorcista: El comienzo —que es lo que nos atañe ahora—. En el telediario de mediodía, Matías Prats soltó un: «Prepárense, porque en este filme no solo hay giros de guión. También los hay... de cabeza». Mi madre se enfureció, dio un golpe a la mesa, gritó algo en latín y los cuadros de la cocina se inclinaron por iniciativa propia —unos 66 grados a la derecha—. «¿Una precuela? ¿Cuántas películas más van a hacer sobre ese mierda?», dijo mi madre. Aquí empecé a sospechar. Meses después me confesó que Pazuzu era algo así como el gilipollas de la oficina —es el demonio de El exorcista. ¿Es que no habéis visto la película?—. Yo no sabía muy bien qué características determinarían que un demonio fuera considerado un gilipollas, pero siempre me lo imaginé como el típico compañero de curro que nunca pone los cinco euros para los regalos conjuntos en las fiestas de jubilación, que se lleva las cápsulas de Nespresso sin pedirte permiso y que no da un palo al agua pero menea los papeles sobre la mesa al ver al jefe acercarse, con la diferencia de que su jefe sería Satanás y su lugar de trabajo, el mismísimo infierno. Oficina 666H, Círculo 4, justo al lado del Departamento de Prodigalidad.
Los gustos cinematográficos de mi madre también me fueron dando pistas. Una vez alquilé Dos tontos muy tontos. Mi madre no se rio. Sin embargo, le entraban agujetas en el abdomen con La semilla del diablo. «¡Mira esa cuna! ¡Ni siquiera está hecha de huesos!», decía entre carcajadas a dos voces —una aguda y otra grave—. ¿Su película favorita? Shrek. Estaba obsesionada con Asno. Al parecer le recordaba a un antiguo amor del inframundo, un tal Tarnaxis por el que se bebía los vientos.
Una tarde de diciembre, mi amigo Lope y yo estábamos jugando al Resident Evil 4. Uno cogía el mando un rato, mientras el otro miraba, e íbamos cambiándonos el puesto. Comíamos grissini, unos colines alargados que tomábamos con Coca-Cola —esos condenados palitos de pan no pasaban del esófago sin el refrigerio—. A veces, hasta los mojábamos en la bebida para humedecerlos. Mi madre entró a mi habitación, se quedó mirando el televisor Panasonic y frunció el ceño.
—¿Ya no son zombis? —preguntó, arqueando una ceja.
—No, señora Sulfureda. Ahora son poseídos —respondió Lope, justo después de meterle un balazo entre ceja y ceja a un campesino vasco con un marcado acento español-latino neutro.
Mi madre frunció el ceño. Alguien en el juego, con pocas ganas de matar y muchas de avisar, soltó un: «Detrás de ti, imbécil».
—Interesante... —dijo Asmodea, y se inclinó hacia el televisor de tubo. La pantalla parpadeó—. Aunque, si os soy sincera, estos poseídos parecen aficionados. ¿Dónde está el fuego? ¿El caos? ¿La desesperación verdadera? ¿Y mueren de un balazo? ¡Por Satán maldito!
—No sé, mamá. Habría que preguntarle a Capcom.
Mi madre soltó un bufido. Un aroma a huevos podridos inundó mi habitación.
—¿Capcom? Dile a esos mortales que me llamen si necesitan inspiración para la próxima entrega.
Lope dejó caer el mando en su regazo, se encogió de hombros y me miró. Sus ojos se clavaron en mí con un: «Amigo, date cuenta». Siendo honestos —y ya que os cuento mi vida, lo mejor es que lo sea—, fue yendo con Lope cuando descubrí finalmente que mi madre era un ser del inframundo.
Avancemos unos días. Seguía siendo diciembre. En la calle hacía un frío de mil demonios —espero que os hayáis reído con esta—. Yo llevaba un chándal beis, sin más. Lope, el pelo corto, oculto bajo una gorra y rematado en la nuca con una especie de traca desordenada —todos tenemos un pasado—, e iba vestido con una sudadera roja de un grupo de punk español y unas Converse azules. Íbamos a recoger a Domingo para ir a los descampados a pasar el rato. Atravesamos la Calle Mayor hasta llegar a la plaza del pueblo, lugar que un prestigioso arquitecto de Benidorm había reconvertido en un «parque infantil». Lo cierto es que parecía un campo de entrenamiento de la antigua Unión Soviética. Era un solar de cemento, con bancos de granito y esquinas puntiagudas, briznas de hierba entre pequeños hexágonos de piedra —la combinación perfecta para los esguinces de tobillo— y un par de árboles tristes, que no daban sombra ni a sí mismos. Lope se llevó las manos a la capucha y la colocó sobre la gorra, lo hacía desde que vimos 8 Mile en mi casa —le gustaba pronunciarlo en inglés—. Elevó la mirada y dijo:
—¿Esa no es tu madre?
Entre el antiguo cine de verano y la librería Matices, en un callejón oscuro, Asmodea parecía discutir acaloradamente con un tipo bajito, con gabardina y un sombrero que le tapaba los ojos. Tras algunas maldiciones por las dos partes, el tipo trazó una circunferencia con su mano derecha, abrió un portal y lo cruzó. ¿Que cómo supe que era un portal? Joder, he visto muchas películas. Era una pantalla circular, suspendida en el aire con un brillo púrpura en el borde, a través de la cuál se veían wyvernos volando en un cielo llameante mientras esquivaban bolas de fuego. Esto me dio alguna pista. Mi madre se giró al vernos y, en menos de un segundo, se desvaneció y reapareció frente a nosotros. El truco dejó tras de sí una nube de polvo rojizo que flotó en el aire como si tuviera vida propia. Sin mediar palabra, colocó su mano sobre la cabeza de mi amigo.
—Vuelve a casa, Lope. No recordarás nada de esto.
Lope echó a andar como un zombi, sin voluntad. Gracias a Satán, no tropezó con los hexágonos de piedra. Asmodea lo vio alejarse y se giró hacia mí.
—Samael Sulfureda del Tormento Sánchez, tenemos que hablar.
Así era mi madre: un demonio, sí, pero con un curioso sentido del respeto hacia mis amigos. Podía intimidar a cualquier alma viviente, pero jamás cruzaba ciertos límites con aquellos que se atrevían a entrar en nuestra caótica vida. Quizá os estéis preguntando por qué hablo de ella en pasado. Pues bien, mi madre ya no está entre nosotros. No murió, si es eso lo que os imagináis. Los demonios son duros de pelar y no la palman así como así —al menos, no sin un exorcista experimentado—. ¡Asmodea tuvo un ascenso! O un descenso, mejor dicho. Ahora trabaja en el Departamento de Recursos Inhumanos del Inframundo a tiempo completo, donde gana el doble de almas al mes que antes y es la portavoz de las reuniones semanales del CTR —el Comité de Torturas Creativas—. Los gritos de agonía en sus presentaciones de Canva deben ser todo un éxito entre los miembros del comité. ¿Sabéis quién es su superior directo? El jefe jefazo: Satanás, Lucifer, el Maligno, el Ángel Caído; ni más ni menos que el mismísimo Príncipe de las Tinieblas.
Lo cierto es que mi madre dejó un hueco enorme en casa al irse al Infierno. Y lo digo de manera literal, porque partió el suelo del salón en dos al hacerlo —los albañiles aún están intentando repararlo—. La echo de menos, de verdad. Aún hoy en día, noto que las luces del salón parpadean cuando suena Vivir así es morir de amor. A veces me pregunto si se acordará de mí, si me observará desde abajo y si se seguirá preocupando de que me ponga la rebeca cuando salga a la calle en las noches frías.
Dios, no te imaginas cuánto he disfrutado este relato. Lástima que no ganó el premio, seguro que quedaría bien en una antología y en cualquier revista. Me gustaría colgarlo en mi página web, si me permites! Creo que da para novela. Es GENIAL 🙌🏽🙌🏽🙌🏽
Sabes lo que más me gusta de este relato? Que el protagonista nunca reconoce que él es mitad demonio... La pregunta que me suscita esto es cuándo se manifestará esa parte suya… 😵💫