Pilas incluidas
Sale con el sol desde la aurora, necesito tu ayuda para llegar a la montaña. ¡Vamos, salta!
Feliz año nuevo.
—¡Salta, salta, salta! ¡Ayuda a Dora a cruzar el rÃo! —decÃa Dora tras la pantalla mientras Hugo se hundÃa entre los reposacabezas. Le encantaba la sensación de desconexión con el medio que sentÃa al tener sus orejas cubiertas por el vinilo del sofá.
Botas y Dora, la exploradora —por si habÃa dudas—, dieron las gracias a los televidentes y repasaron todo lo que habÃan aprendido durante su «emocionante» viaje —como siempre hacÃan—. A Hugo la serie le aburrÃa sobremanera. Todos los episodios eran iguales y tenÃan la misma estructura. Si sus padres no fueran antiplataformas de streaming, podrÃa estar gozándolo con Naruto, Hunter x Hunter o incluso con South Park, esa serie irreverente de la que disfrutaba su amiga Sara y en la que cuatro monigotes mal dibujados decÃan cosas como «chúpame los huevos».
—¡Hasta la próxima aventura! —exclamó Dora.
Hugo, todavÃa en su «tanque de aislamiento sensorial», olió algo tostado. Su padre estarÃa calentando el pan. Le rugió el estómago. En el televisor, una voz juvenil dijo:
«¡Esta tarde, los Lunnis tienen un plan y Pocoyó hará de las suyas mañana a las cinco. ¡En Clan!».
El anuncio se desvaneció tras unas cintas de colores que atravesaron la pantalla y dio paso a un comercial. Hugo bostezó. Un aroma a carbonizado llegó desde la cocina. Las tostadas se habrÃan quemado —otra vez—, asà que aún tenÃa margen; unos pocos minutos de asueto hasta que lo llamaran para desayunar. En Clan TVE, un grupo de niños corrÃa por un parque. Se sentaban en la hierba y sacaban dragones de juguete de sus mochilas. La cámara hacÃa un zoom sobre el reptil —digno de una telenovela venezolana de los 90— mientras este abrÃa la boca y lanzaba una nube de vapor gris que se dispersaba por el aire.
—¡Es el dragón Foggy! —decÃa una voz demasiado entusiasta—. ¡Presiona su espalda para activar su rugido y liberar su niebla mágica! —Pausa—. Pilas incluidas.
Los niños rieron, se levantaron y comenzaron a simular una batalla épica. Cada uno poseÃa un dragón con un color; Hugo dedujo que habrÃa cuatro distintos. Uno de los niños elevó su dragón rojo sobre la cabeza mientras algunos efectos de sonido y luces estroboscópicas se añadÃan a esa obra de arte audiovisual en que se estaba convirtiendo el spot.
Hugo levantó las cejas y saltó del sofá hacia el cajón que habÃa bajo la televisión. Lo abrió y sacó su catálogo de Juguettos. Lo hojeó unos segundos hasta que lo encontró: el dragón Foggy —en rojo, púrpura, verde y azul—. Se giró hacia la mesa de centro y cogió uno de los lápices que usaba su madre para resolver crucigramas. Trazó un cÃrculo sobre el rojo. «Está guapÃsimo», pensó.
Lo querÃa.
QuerÃa el dragón Foggy rojo.
Lo necesitaba.
—¡Hugo! ¡A desayunar! —llamó su padre.
El seis de enero, Hugo se desperezó y bostezó después. Cuando su cerebro aterrizó en la realidad, salió disparado de la cama —hasta olvidó ponerse las zapatillas—. El salón estaba en silencio, iluminado por las luces parpadeantes del árbol de Navidad. Junto al tronco del abeto habÃa un único paquete. «Suficiente —se dijo—, si es que resulta ser lo que yo creo». Se puso en cuclillas y lo desgarró. Bajo el papel de cartón dorado y verde asomó un intimidante dragón de color rojo cubierto por plástico duro. NecesitarÃa las tijeras.
La carcasa era más dura de lo que habÃa imaginado, pero trató de hacer un corte limpio: no querÃa dañar la figura. Las dos planchas de plástico crepitaron al separarse. El dragón Foggy era libre. Hugo lo sujetó con firmeza. Lo sintió rugoso y pesado. Pulsó el botón que tenÃa entre sus alas. El reptil rojo exhaló una bruma plomiza, al tiempo que emitÃa un rugido en estéreo. El niño inspiró. La bruma olÃa a caramelo. Sonrió y colocó su nueva adquisición sobre el suelo. Presionó el botón de nuevo. Más bruma, más aroma a caramelo, pero esta vez también se le iluminaron los ojos con un rojo carmesÃ.
—Hola, Hugo —Foggy no articuló palabra, pero el niño lo oÃa dentro de su cabeza con suma claridad. Su voz era grave y amable, como la de su padre—. ¿Quieres jugar conmigo?
Hugo era un niño, pero no era tonto —sus notas del primer trimestre eran prueba de ello—, y que un dragón de juguete le hablara por telepatÃa no le hacÃa mucha gracia. Le daba mal rollo, más bien.
—¿Quieres jugar? —repitió Foggy, y sus ojos destellaron con mayor intensidad.
El dragón no solo le transmitÃa palabras, también sensaciones. Hugo empezó a sentirse más calmado y en paz. «La verdad es que está chulÃsimo», pensó, y poco a poco fue normalizando la situación. Relajó los hombros y sus ojos se entornaron para cerrarse por completo segundos después. Cuando se abrieron, ya no era Hugo el que miraba. Foggy, que estrenaba su joven recipiente de carne, cogió las tijeras y se dirigió al cuarto de los padres de Hugo. QuerÃa jugar.
Procedo a tirar todos los juguetes de mi hijito a una zarza ardiente, no sin temer una venganza cenicienta 🥺
¡Estupendo!