Reacción en cadena en Casa del Tomo
Un relato —con toques de terror, fantasía oscura y comedia negra—que explora el caos de un sábado cualquiera en una librería, con un cliente desagradable y una dependienta «hasta los ovarios».
Inma Belando golpeaba las teclas con fuerza mientras el cliente, con los brazos cruzados, la miraba con altanería.
—Es para hoy, nena. —A pesar de su apariencia (al principio hasta pensó que no le desagradaría hacerle un favor), su voz sonaba prepotente y fría.
Inma cerró los ojos con fuerza y se contuvo. Hacía menos de dos días el sol de las islas Whitsunday bronceaba su piel, un té helado —con un chorro de ginebra— mojaba su garganta y un ejemplar de Los pilares de la Tierra reposaba sobre su regazo —llevaba leyéndolo dos años—. Ahora, un maleducado, de pelo rubio y ojos color miel, exigía la hoja de reclamaciones. Al parecer, que el libro La regla mola (si sabes cómo funciona) estuviera en la categoría Infantil era una ofrenda para cualquiera que fuese su confesión religiosa.
—Aquí tiene —dijo Inma, tras coger el folio que acababa de salir de la impresora. Sintió el calor en sus dedos.
El hombre tomó el papel y le echó un vistazo con desdén. Lo dejó sobre la mesa del escritorio y ahuecó su mano derecha. Inma trató de imaginar lo que se le pasaba al maleducado cliente por la cabeza: «Dame un boli, dependienta de mierda». Pensó en coger su Staedler Noris HB 2, afilarlo al máximo con el sacapuntas y ensartarlo en uno de esos ojos color miel —«¿Qué coño? Color mierda»—. No lo hizo. En su lugar, tomó un Bic Cristal del lapicero y se lo entregó. Color Mierda comenzó a escribir.
El resto de clientes paseaba por la librería con la parsimonia típica de un sábado a primera hora, listos para mirar sin comprar y desordenar sin pensar en quién ordenaría después. «Dios... Aún me quedan siete horas». En el hilo musical sonaba Bitter Sweet Symphony. Inma inspiró. El olor a tinta y papel inundó sus pulmones. Un anciano con gafas de miopía —sus ojos estaban a tomar por culo de las lentes— se echó a la boca un caramelo de menta, hizo una bola con la envoltura, la dejó en el mostrador y se marchó. Una tríada típica de adolescentes —el carismático, el fuerte y el del mostacho sin afeitar— imprimían sus huellas dactilares sobre la cubierta de un libro que había «escrito» un influencer. La dependienta pensó que seguro que sus chándales desvelaban su afición por el onanismo bajo el escrutinio de una luz ultravioleta. Una pareja joven que iba de la mano —aún en período de luna de miel, por su lenguaje no verbal y un «gordi» que Inma alcanzó a oír— se paró frente a la sección de Terror. Él cogió un libro de bolsillo de Stephen King —esas letras doradas sobre el lomo blanco eran inconfundibles—, lo hojeó y lo dejó sin cuidado sobre la sección de Fantasía. El libro golpeó la contraportada de El camino de los reyes y provocó una reacción en cadena que acabó con Sanderson, Tolkien y Rothfuss sobre el suelo de parqué. Solo George R. R. Martin quedó ileso. La pareja ni se inmutó.
—Joder —soltó Inma. Más temprano que tarde tendría que arreglar el estropicio.
Color Mierda la miró. Ella se encogió de hombros y arqueó las cejas con un gesto de disculpa, nada genuino, que hizo adrede. El hombre volvió la vista al papel. Inma sintió una punzada de dolor en su abdomen, como si alguien hubiera colocado un electrodo en sus entrañas para después girar la rueda que controla el voltaje hasta la máxima potencia. Una mancha roja apareció en sus vaqueros. No pudo evitar soltar un grito breve y agudo. «Me cago en la puta —se dijo—. Se suponía que me quedaban dos semanas para empezar». Color Mierda dejó el bolígrafo sobre el papel.
—Espero que se os caiga el pelo a ti, a tu jefe y a toda la gentuza que trabaja en este antro progresista. Sois un nido de putas y maricones.
Inma se llevó las manos al vientre. Otra sacudida de dolor. Frunció el ceño sin apartar la vista de Color Mierda.
—¿De verdad cree usted que Casa del Tomo es progresista? —El vaso de la paciencia de Inma estaba a punto de desbordarse, pero eso no impidió que siguiera hablando «de usted» a Color Mierda. Cogió la hoja de reclamaciones con violencia y la introdujo en el primer cajón de su escritorio—. Ya se puede ir a su congregación, iglesia o a dondequiera que pertenezca. Léase su libro sagrado por enésima vez, cualquiera que sea, y váyase a tomar por culo de esta tienda.
Color Mierda se puso rojo. Inma pensó que, con un par de colores más, su cara se convertiría en la bandera del orgullo. Quizá hasta acabara cagando arcoíris.
—¿¡Qué has dicho!? —El cliente cerró la mano en un puño y golpeó la mesa. El Staedler Noris rodó por la madera aglomerada, hasta el borde, y cayó al suelo. En ese momento, Inma hizo un fundido a negro. No veía nada. Una sensación extraña, casi lasciva, brotó de su nuca y acabó en sus oídos con un zumbido. Oyó el corazón de Color Mierda como si estuviera en su cabeza. El latido era lento y rítmico, como el de un ciclista. Le molestaba. Sonaba como un tambor de guerra. Deseó que parara.
Escuchó un grito sordo, tras lo que parpadeó de manera insistente para recuperar la visión. Color Mierda agarraba su camisa con fuerza sobre su pectoral izquierdo. Un nuevo color apareció en su cara: el blanco polar. Al poco, desfalleció, dejándose vencer por la gravedad, y terminó dándose de bruces contra el suelo.
La dependienta se levantó de su silla y alargó el cuello para echar un vistazo al otro lado del escritorio. Un charco de sangre fresca emanaba de la cabeza del cliente y se extendía por el suelo de madera. Inma sintió el zumbido de nuevo. Le temblaban los labios. Decenas de latidos, a compases distintos, se apelotonaron en su mente en una melodía desafinada que la hizo chillar de dolor. «¡Que paren! ¡Que paren ya!», pensó, y se desmayó.
Cuando despertó —no supo si minutos u horas después—, la luz del plafón del techo la cegaba. Entonces recordó el zumbido, el latido y a Color Mierda sobre el suelo. El vello de sus brazos se erizó. Le sudaba la frente. Se levantó a trompicones, apoyándose en el escritorio, y deseando que todo hubiera sido un mal sueño.
No lo había sido.
Color Mierda seguía allí, con la mirada vacía y una mueca imposible en su cara. Inma tragó saliva con dificultad y reparó en algo: la librería estaba en silencio, salvo por Simon & Garfunkel y su The Sound of Silence —qué irónico—. Hizo un barrido con la mirada por toda la estancia. No alcanzó a ver a nadie.
Abandonó su despacho acristalado y anduvo hasta la sección de Novela Negra. Su pie chocó con algo. Bajó la mirada. La pareja en fase «luna de miel» yacía en el suelo. Estaban boca abajo y cogidos de la mano. Inma supo que no se dirían «gordi» nunca más. Sintió el aire espeso. Le costaba respirar. A su derecha, en la sección de Manga, los tres adolescentes parecían haberse desplomado sobre una pila de cómics de One Piece. El carismático reposaba sobre el fuerte, mientras que el del mostacho sin afeitar descansaba en posición fetal.
Con la mirada perdida y el pulso martilleándole el pecho, Inma salió de la librería. Hombres y mujeres estaban tendidos en el suelo, entre escaparates rotos, vasos de café derramados y bolsas de la compra abandonadas. Simon & Garfunkel pasaron el testigo a Elton John. Your Song llenó el centro comercial como cada día a esa hora, solo que esta vez solo quedaba Inma para escucharla.
Uff!!! Inquietante, brutal, impecable. La rutina se rompe en un crescendo de tensión donde los latidos y el zumbido de Inma se sienten en la piel. El relato me atrapó y me arrastró sin aviso hasta el silencio final, La última escena, con Elton John sonando para nadie, es un golpe maestro. Magistral. Gracias Tom!
👏👏👏👏 si no oyes los aplausos desde donde estes...., aplaudo más fuerte🙃☺️