De las cabezas de
y de surgió esta idea. ¿La premisa? Elaborar un relato con una tirada de tarot.Cualquier chispa es buena para encender la imaginación o encontrar una musa —sea uno escéptico o no—. Al igual que a veces le pido a alguien que me diga tres palabras al azar para inspirarme y crear un relato, esta vez tocó dejar que las cartas hablaran.
Justicia Divina
Trato de llorar cuando veo su cadáver sobre el suelo del bosque, pero soy incapaz. La hojarasca, convertida en un lecho de pardos y ocres, cruje bajo mis pies mientras me acerco. Elevo la vista. La bruma se dispersa en un cielo apenas visible tras las copas de los olmos: una imagen espectral, bella, que no puedo apreciar.
No hace mucho, el mero pensamiento de quitar una vida me habría estremecido. Pero ahora, mientras miro el cuerpo inerte de mi hermana, no siento nada.
Ni dolor, ni pesar, ni siquiera alivio.
Nada.
Mi hermana mayor es solo un cadáver junto a un puñado de setas dispersas, un fuego extinto y una olla volcada.
Nada más.
Era el precio a pagar.
El djinn se encargó de hacérmelo entender días antes, en este mismo bosque.
—¿Estás segura de tu decisión? —preguntó.
Arrugué la frente para no llorar. No lo conseguí. Me hice un ovillo junto a un árbol cercano y cubrí mi cara con las manos.
—Es natural que llores, niña, más no lo harás de nuevo si decides seguir adelante —dijo el genio—. ¿Seguirás adelante?
Me froté los ojos y clavé mi vista en él. Una punzada de dolor recorrió mi abdomen, escaló por mi garganta y desembocó en mi boca en forma de arcada. Tragué. Me supo a hiel.
—Lo estoy —respondí.
—Así sea. —El djinn dio una palmada y sonrió.
No sucedió nada más. No hubo luces estroboscópicas, ni sonidos estridentes, ni un halo que brotara de mí y se precipitara al suelo para desaparecer después. Nada.
—¿Ya? ¿En serio?
El genio asintió y regresó a su hogar dorado. Tomé aire y una brisa hizo que el bosque me devolviera su aliento húmedo. Cogí la lámpara de aceite y la noté cálida entre mis manos. La introduje en el morral.
Continué mi camino hasta Zarfadia. Al llegar a la muralla, la rodeé por su lado sur hasta llegar al postigo. Un centinela, apoyado sobre la roca desnuda, me miró de soslayo mientras me quitaba la capucha.
—¡Infanta! —Elevó las cejas—. ¿Qué hace aquí? ¿Cuándo ha…?
—Abre y no hagas preguntas.
El chico, enjuto y barbilampiño, asintió y añadió con voz trémula:
—S-sí, s-su alteza.
Minutos después llegué a Palacio. Olía a cera derretida y a miedo. Últimamente siempre olía así. Caminé por el pasillo central. Los tapices ondeaban, mecidos por el viento que se colaba entre los ventanales.
Mi hermana estaba sentada en la sala del trono, con la corona ladeada. Tenía un brillo febril en los ojos.
—¡Merecía la muerte! —gritó a Cirkan, el consejero de finanzas, un hombre encorvado que no dejaba de temblar—. ¡Era una rata, una traidora! Si no puedo fiarme de mi propia gente, ¿de quién entonces?
El cuerpo de la consejera de guerra, Xenia, yacía en el suelo de mármol. Nadie se atrevía a mirarlo.
Me detuve a unos pasos del trono y sentí un vacío frío, un hueco donde antes ardía algo.
—Has hecho mal —dije con voz calma.
Mi hermana alzó la cabeza y, durante un segundo, vi en su rostro a la niña que me tiraba de las trenzas para que corriéramos a escondernos entre los olmos. No hubo nostalgia en ese recuerdo, tampoco melancolía.
—¿Mal? —soltó una carcajada seca—. ¡El mal sería dejar que me engañen! ¡El mal sería no demostrar que soy la reina! ¡Vamos a ir a la guerra con Rolandrya, digan mis consejeros lo que digan! —Se inclinó hacia delante y apretó las manos contra sus muslos—. No necesito tu sermón, hermana.
Inspiré hondo. No había vuelta atrás.
—Ven conmigo al bosque, ¿quieres? Vayamos a por níscalos, como cuando éramos niñas. Un paseo te sentará bien.
Ella parpadeó, sorprendida.
—¿Ahora? ¿Níscalos? —Por un segundo sonó inocente. De no haber pactado con el djinn, ese tono infantil me habría frenado a hacer lo que finalmente hice.
—Sí —Sonreí—. Te vendrá bien.
—Está bien, pero no tardemos. Tengo asuntos que atender.
Fue entonces, cuando le tendí mi mano para que la asiera, que esperé sentir algo. Pero, cuando sus dedos rozaron los míos, no sentí más que la textura de su piel, fría, frágil. Era como sostener un trozo de tela gastada, un recuerdo que no significaba nada. Me miró con una chispa de curiosidad, como si intentara entender qué había cambiado en mí. Ya no quedaba nada que entender. La llevé al bosque porque no podía salvarla de otra manera. Ni a ella, ni al reino.
Yo si, eso seguro! Da para muchos relatos con esas ilustraciones que tiene.
Si , tenemos la maravillosa fortuna de poder leerte querido Tom, a mí me dejó sin aliento tu relato, muchas gracias por tu talento, una alegría cocrear contigo.