—¡Encontraremos un filón! Ya lo verás, Kevin —dijo Bobby Cuatrodedos. Asió el rifle con ambas manos (un Marlin Model 1895), lo elevó sobre la cabeza y añadió—: ¿Alguna vez has hecho sopa de piedras?
Kevin negó con la cabeza.
—No alimenta mucho, si te soy sincero. —Bobby se encogió de hombros—, pero los minerales se sueltan si hierves el agua, ¿sabes?
Kevin resopló. Era un tipo reflexivo. No sabía si desde siempre o si fueron los bosques de Alaska los que lo hicieron de esa forma. Sin embargo, en esos momentos, el único pensamiento que cruzaba su mente era uno bien sencillo: «¿Cerrarás el pico en algún momento, Bobby Cuatrodedos?». El ermitaño se le hacía más pesado que la mochila Quechua sobre sus hombros.
Anduvieron unos minutos más. El rocío, tan madrugador como el par de buscadores de oro, había empapado la tierra, se había congelado sobre los líquenes y reflejaba la poca luz del sol que asomaba entre las ramas de los cedros.
—Una vez me comí una piña, Oso Polar.
—Todo el mundo come piñas, Bobby.
Kevin Brown medía casi dos metros, peinaba canas desde los treinta y, como solía decir su difunta madre, «era más blanco que la leche de búfala». Sin embargo, lo llamaban Oso Polar por otros motivos.
—No me refiero a esa mierda tropical —continuó Bobby—. ¡Te estoy hablando de una piña de pino!
—¿Y cómo fue la experiencia? —preguntó Kevin con gesto apático.
—¿Que cómo fue? ¡Estuve atascado una semana, Oso Polar! ¡Una semana! Y lo único que salía de mi culo eran gases que despertarían a un muerto. No sonaban apenas, pero olían… —dijo Bobby, al tiempo que el vaho que escapaba de su incansable boca se perdía entre la bruma.
Kevin emitió un quejido de asentimiento. Se remangó la camisa y dijo:
—¿Es por allí?
Frente a ellos, el camino descendía de manera abrupta hacia un riachuelo, semioculto tras el sotobosque.
—¡Bingo, Oso Polar! —exclamó Bobby—. Descendemos un par de min… —Tosió—. ¡Joder! Tengo la lengua seca. —Se dio la vuelta en dirección a Kevin—. ¿Sabes qué viene de la hostia para la boca seca?
Oso Polar puso los ojos en blanco. Ni la sequedad bucal podía frenar la incontinencia verbal de su acompañante.
—Las agujas de pino —prosiguió Bobby y esbozó una sonrisa. Tosió de nuevo—. Venga, sígueme. ¿Estás cansado?
—No —respondió Kevin. Se llevó las manos a su bolsillo trasero del pantalón. Allí estaba. El centavo de la suerte. Un regalo de su difunta madre que, según le dijo al entregárselo: «Si te pierdes en los bosques, tócalo. Si te quedas sin provisiones, tócalo. Si lo necesitas, tócalo». En ese momento, Kevin deslizó los dedos sobre la moneda de cobre con un único objetivo: que Bobby Cuatrodedos callara de una vez.
—¡De acuerdo! —Bobby esquivó el tronco caído de un árbol de un saltito—. ¿Sabes a cuántas mujeres tocamos por hombre en Alaska?
Kevin no lo sabía. Tampoco quería saberlo. Se limitó a guardar silencio mientras suplicaba a Dios en su foro interno que su deseo se cumpliera. Bobby se rascó la despoblada coronilla.
—¡A una mujer por cada siete tíos! —dijo—. Y antes era peor, ¿sabes? En época de Nixon, salíamos a una por cada catorce.
—Ya veo. —Kevin suspiró.
—¿Te lo puedes creer? Eso significaba que en el pueblo nos dábamos de palos por la mujer más fea que hayas visto en tu vida.
—Interesante —mintió Kevin.
—¡Aquí es! —Bobby Cuatrodedos se ajustó la banda del rifle sobre el hombro y se agachó para descalzarse y subirse los bajos de su pantalón de pana—. Saca las bateas, Oso Polar.
Kevin dejó la mochila en el suelo y obedeció. A su cabeza llegaron imágenes del basurero, un lugar a evitar para la mayoría de las personas y en el que, sin embargo, la gente de los bosques podía encontrar auténticos tesoros. Lo que era chatarra para algunos, era vital para otros. Recordó las palabras de John, el chatarrero, y se cagó en él: «Conozco a un tipo. Es un tanto peculiar, pero sabe dónde aún queda oro por aquí cerca. Vive en una chabola, a un par de horas en barco de Hoonah. No sé si encontraréis oro, pero sí te puedo asegurar que no te vas a aburrir».
—¿Por qué te llaman Oso Polar? —Bobby hundió su batea en el agua—. Dicen que puedes atravesar el sureste de Alaska en mangas de camisa y que, cuando el termómetro baja hasta temperaturas inhumanas, pareces sentirte más cómodo que nunca. ¿Es por eso?
Kevin no contestó.
Unas veinte anécdotas de Bobby más tarde, mientras bateaban, Kevin sacó una pepita del tamaño de un guisante. Cuatrodedos se le acercó, elevó la cabeza y se quedó boquiabierto.
—¡Me cago en todo, Oso Polar! ¡Menuda pieza! —Se aproximó más—. ¿Puedo cogerla?
Kevin se lo quedó mirando y asintió. Bobby hizo una pinza con los dedos y tomó la «pepita». Gruñó. Por primera vez en horas, guardó silencio más de cinco segundos seguidos.
—¿Qué pasa? —preguntó Kevin.
Bobby enarcó las cejas.
—Es un diente… ¡Un diente de oro!
Kevin iba a decir algo, pero una mancha oscura asomó en la periferia de su visión. Algo que bajaba por el riachuelo. Giró la vista hacia el bulto y soltó un chillido ridículo. El tiarrón no gritaba de esa manera desde que tuvo que arrancarse una muela infectada con unas tenazas, en mitad de la noche y en medio del bosque, hacía varios años.
—¡Oso Polar, me vas a matar del susto! ¿Qué cojones te pasa? —dijo Bobby, con el diente de oro aún en sus manos.
Kevin mantuvo silencio y señaló tras su compañero. El ermitaño verborreico dio media vuelta.
—¡Hostia puta!
El río arrastraba un cadáver. Sin embargo, lo que más llamó la atención de los cazadores de oro fue otra cosa.
—Está desmembrado —susurró Kevin.
—¿Lo sacamos del riachuelo, Oso Polar? No podemos dejarlo así.
El cuerpo se había detenido junto a una roca plana y cubierta de musgo. Allí permanecía, ladeado, con la mitad del torso fuera del agua y la corriente meciendo su cabello, ralo y liso. Kevin tenía razón: el tipo no tenía brazos. Algo —tal vez un oso pardo— le había arrancado parte del rostro.
—¡Por el buen señor! ¡Este tipo no lleva fiambre ni dos horas! Aún está fresco como una… —Antes de poder terminar la frase, Bobby Cuatrodedos gritó y se estremeció—. ¡Toma! —le dijo a Kevin, devolviéndole el diente—. ¡Tíralo al río!
—¿Pero qué coño dices, Bobby? —Kevin cogió la pieza de oro y la contempló al trasluz.
—Lo que oyes, Oso Polar. Tíralo —dijo Bobby, al tiempo que se restregaba las manos de manera insistente contra el pantalón, como si quisiera deshacerse del mal fario—. ¡Mira su dentadura!
Kevin resopló, anduvo un par de metros y observó al muerto. En su cara desgarrada, donde carne y hueso asomaban en la zona de la mejilla y la frente izquierdas, tras esos labios morados, asomaba una hilera de dientes dorados.
—¿Conoces el rumor, Oso Polar? —continuó Cuatrodedos—. Sabes lo que dicen, ¿verdad?
Kevin negó mientras guardaba la pieza de oro en el bolsillo trasero del pantalón, junto al penique de la suerte.
—¿Qué rumor? —preguntó, y se arrepintió al instante de haberlo hecho.
Bobby bordeó el cadáver, elevó su pierna derecha, apoyó la suela de la bota en el abdomen inflado y extendió la rodilla. El muerto se deslizó de la roca y, muy poco a poco, la corriente lo arrastró río abajo. Kevin se preguntó por qué había cambiado de idea de forma tan repentina y, muy en su interior, quiso que Cuatrodedos hablara. Como no podría ser de otro modo, Bobby Cuatrodedos habló.
—Hay quienes dicen que si le robas algo a un muerto en estos bosques, te persigue hasta que le devuelves lo robado. No sé tú, Oso Polar, pero yo no me quedaría con esa mierda en el bolsillo.
Kevin elevó la vista. El sol había escalado el cielo y unas cuantas nubes amenazaban con invadirlo por completo. Metió la mano en el bolsillo trasero de sus Carhartt y pudo sentir el tacto liso del diente de oro y las muescas rugosas de la moneda de cobre. Cogió el penique, lo cerró en un puño y lo lanzó con fuerza al riachuelo.
—Ya está hecho —mintió Kevin.
—Has obrado bien —dijo Bobby—. Los rumores existen por algo. Lo último que queremos es que ese tipo sin brazos nos visite esta noche mientras acampamos.
—Supercherías —espetó Kevin y se quedó mirando a su compañero—. ¿Seguimos o qué?
Horas después, y tras haber instalado un hilo de alarma para osos —una cuerda atada entre varios árboles a baja altura, con varias latas suspendidas—, el sol desapareció tras las montañas. Bobby usaba una rama como espeto y asaba Spam sobre la hoguera.
—Mañana encontraremos oro, ya lo verás —dijo, el fuego bailando sobre su rostro. Elevó la carne de cerdo procesada en dirección a Kevin—. ¿No quieres más?
Kevin negó con la cabeza mientras pensaba que al día siguiente se largaría de allí en cuanto amaneciera. No existía oro suficiente en el archipiélago Alexander como para hacerlo aguantar otro día junto a su compañero. Había tenido suficiente Bobby Cuatrodedos como para diez años.
—Voy a dormir —informó. Se descalzó y se deslizó en su saco de dormir.
Bobby dijo algo segundos después, pero Oso Polar ya centraba toda su atención en el crepitar del fuego.
Se durmió.
Un ruido metálico, lejano al principio, se abrió paso entre sus sueños. Un sonido hueco, breve. Kevin abrió los ojos y se quedó quieto. El ruido volvió a sonar, más cercano, inconfundible en medio del silencio nocturno: era el tintineo metálico del perímetro de alerta.
—Bobby —susurró Kevin, incorporándose sobre un codo—. ¿Lo has oído?
La figura de su acompañante permanecía inmóvil, su cuerpo encorvado sobre el fuego apagado, de espaldas a Kevin y cubierto por una manta de color pardo.
—¿Bobby? —repitió.
No respondió. Kevin se levantó con cautela, sin apartar la mirada de la figura silenciosa. Su mano se deslizó hasta alcanzar el rifle Marlin que descansaba junto a la mochila del ermitaño.
Dio un paso adelante, luego otro, y finalmente extendió la mano hacia el hombro de Bobby. Lo tocó suavemente.
—¿Estás bien?
El cuerpo se desplomó hacia atrás. Bobby abrió los ojos de par en par y se sobresaltó.
—¡Joder, Oso Polar, puto susto! ¿Qué pasa?
—Las latas…
Bobby elevó la cabeza y observó alrededor para añadir:
—Habrá sido el viento, Oso Polar. Te hacía más íntegro, cojones.
Kevin suspiró, pero poco le duró el alivio. Un escalofrío recorrió su espalda justo cuando, detrás de él, el hilo de alarma volvió a sonar con violencia. A pesar del calor del fuego, a Oso Polar se le heló la sangre por primera vez en su vida. Y esa vez, mientras comprobaba que el diente de oro había desaparecido de su bolsillo, supo con certeza que no era el viento lo que había movido las latas a su alrededor.
Me gusta mucho, Tom!
¡Espectacular!