Mi madre me volvió a recordar que fui un accidente justo antes de que el primer avión cayera.
—Llegábamos de una cena de la cofradía —dijo mientras buscaba a Carmina con la mirada—. Yo llevaba un vestido de encaje rojo y mi Sebastián no paraba de guiñarme el ojo. ¡Y mira que lo habíamos hablado! Le decía: «Sebastián, hazte la brasetomía, que con cuatro críos ya está bien».
Su compañera de habitación le devolvió la mirada con ojos despiertos. Sin embargo, la sordera y sus cataratas la hacían estar en otro lugar. Yo suponía que al cerebro de la pobre Carmina llegaban ciertos estímulos de sus sentidos desgastados y que la mujer hacía lo imposible por formarse una idea de qué sucedía a su alrededor.
—¡Si vas a sacar a tu madre, abrígala! —me gritó, su boca a apenas un palmo de mi cara.
—¡No la voy a sacar a ningún sitio, Carmina! —le aclaré— ¡No se preocupe!
Mi madre resopló en busca de atención.
—Déjala. Le da miedo que me saques por si pillo una pulmonía, me voy al hoyo y le meten a otra compañera. ¿Por dónde iba? —Elevó las cejas y se llevó el dedo índice a la barbilla—. ¡Ya me acuerdo!
—¡Que el invierno pasado pescó un resfriado, nene!
—El caso es que había una botella de Frangelico en el congelador —continuó mi madre, al tiempo que sacudía su camisón para deshacerse de los restos del desayuno. Algunas migajas cayeron al suelo. El movimiento agitó el aire en la habitación y a mi nariz llegaron aromas de residencia: colonia Nenuco o su sucedáneo de Hacendado, medicamentos machacados y lejía. Una mezcla triste que se instalaba en la garganta y que tardaba minutos en desaparecer. Intenté ignorarla mientras ella seguía hablando—. Nos servimos una copita. Sebastián me pretendió. Yo, que no aprendo, le reí la gracia. ¡Y apareciste tú nueve meses después! ¡El mejor desliz de mi vida!
Carmina soltó un pequeño gemido, se recostó en la silla de ruedas y añadió:
—¡Anoche tu madre no se terminó la sopa! —La anciana me golpeó un par de veces en el hombro con su mano huesuda—. ¡Tiene que comer!
Entonces se escuchó el primer estruendo. Carmina ni se enteró. Mi madre clavó los ojos en mí.
—¿Qué pasa, nene?
Pensé en contarle la verdad. En algún lugar muy profundo de mi fuero interno me apetecía que la mujer supiera lo que ocurría de mis propias palabras. Habría bastado con un: «¿Recuerdas a ese trasunto de Tony Stark que hace años incluso me cayó bien? ¿El tal Elon Musk? Pues está a punto de haceros saltar por los aires».
Preferí guardar silencio y dejar que fuera ella misma quien atara cabos. Elevé la persiana y abrí los ventanales de par en par. El cielo, naranja y ceniciento, se retorcía en una espiral de caos y bruma. El olor a ozono saturaba la habitación.
—¡Ponle una rebeca a tu madre! —exclamó Carmina—. ¡Mira qué viento hace!
Mi madre guardó silencio. Imaginé que la imagen apocalíptica la habría hecho cerrar el pico. Pocas cosas podían conseguir tal hazaña.
Uno de nuestros aviones, un Eurofighter Typhoon Tranche 330+, rompió las nubes y descendió en picado para virar a la derecha instantes después. Un VTOL de Tesla irrumpió en escena, pisándole las turbinas a la nave de combate.
Di media vuelta. Mi madre mantenía las manos posadas sobre las mejillas. Lo hacía con fuerza; lo supe por la lividez de la piel en sus dedos.
—¿Qué pasa, ne…?
Un traqueteo metálico la interrumpió. Volví la vista a la ventana. El avión nacional giraba sin control sobre su eje horizontal, seguido de una nube de humo plomiza. Si hubiera sentido un mínimo de patriotismo o si en algún momento hubiera pensado que alguno de los dos bandos tenía algo de razón o ética, quizá le habría dedicado un pensamiento al desafortunado piloto del Typhoon. «Si los ciudadanos supieran —me dije—. No soy más que un mal chiste. Un chiste malo, contado en el lugar adecuado y en el momento idóneo».
La puerta de la habitación se abrió de golpe. La madera chocó contra el gotelé y provocó un ruido sordo.
—¿Señor presidente? —Era mi jefe de gabinete.
—Dime, Pablo.
—¡Tenemos que irnos ya! —exclamó.
Asentí y me acaricié las sienes. Elevé la mirada. Los labios trémulos de mi madre intentaron decir algo, pero el pánico se lo impedía. Me quedé allí plantado unos segundos. Suspiré.
—¡Señor presidente! —Pablo mantenía la frente arrugada.
—Voy, Pablo, voy —respondí, avanzando hacia la salida.
Mi madre me sujetó por la americana.
—Pero… ¿dónde vas? ¿Esto es la guerra? ¿Ha empezado?
Mientras clavaba mis ojos en los suyos, negros y desprovistos de empatía, recordé aquellas tardes en las que llegaba a casa después de clase y ella seguía tumbada en el sofá, entre botellas vacías de White Label y cigarrillos consumidos. Apagaba el televisor en cuanto oía mis pasos, fingiendo estar dormida para evitar preguntarme cómo había ido mi día. Cuando no tenía más remedio que dejar de fingir, soltaba sus «perlas». La más habitual: que yo era la razón por la que no había logrado nada en la vida. Eso sí, cuando juré el cargo no tardó ni un segundo en hacerse pasar por una madre orgullosa. Se le hinchaba el pecho como a un palomo y proclamaba que su hijo era el presidente del gobierno como si fuera uno de aquellos niños voceadores de principios del siglo XX que anunciaban titulares con un periódico bajo el brazo.
¡Extra, Extra!
—¿Ella viene con nosotros, señor presidente?
—No —respondí, desviando la vista hacia el suelo de mármol. Di un fuerte tirón de la chaqueta para zafarme del agarre de mi madre—. Vámonos ya.
No miré atrás.
No sentí culpa.
Al fin y al cabo, mientras el país ardía, yo solo abandonaba a la persona que me enseñó lo que era el abandono.
Woww! Sin palabras me has dejado, y también es difícil hazaña. 😶
Tom está genial, me ha encantado