Un bardo, una bicicleta y un bobtail
He aquí un relato corto de ciencia ficción —más o menos—. Un intento por salir de mis zonas de confort, que son el terror y la fantasía.
Los tres sustantivos del título se los debo a mi cuñada Martina tras pedirle que me dijera tres palabras para inspirarme a escribir un relato. ¿La temática que eligió? Misterio histórico. ¿Qué he hecho? Pues irme por otros derroteros.
Un mirlo trinaba tras el sotobosque mientras Bruno, en cuclillas, miraba a un lado y a otro del suelo en busca de algo con lo que limpiarse el culo. Las hojas finas y afiladas de los pinos no eran una opción. Hubiera deseado encontrarse en un bosque de arces en lugar de en una pinada —mucho más conveniente para ese menester—, pero qué le iba a hacer. Al fin y al cabo, no fue Bruno quién decidió cómo iba a irle el día. Suspiró y se encogió de hombros como si hubiera alguien para ver su gesto. Decidió rendirse. Tenía cosas más apremiantes de las que encargarse que de su higiene íntima. Volver a casa era una de ellas —si no la única—. Su turno de mañana en la clínica: irrelevante; su cita con el dentista al día siguiente: irrelevante —esto hasta lo agradecía—; incluso la noche de peli, manta y polvo, con Susana al lado y Netflix de fondo le parecía de una trivialidad superlativa.
Se escuchó un ladrido. Pompón, su bobtail, se había adentrado —o todo lo contrario, Bruno no tenía ni idea de dónde coño estaba— en el bosque en pos de algún animalillo que habría captado su atención —otra vez—. Recordó las palabras que la criadora le dijo cuando lo adoptó: «Necesitan dosis diarias de ejercicio al aire libre. Si no, se les va la pinza». Y era cierto. A algunos de sus pacientes les sucedía lo mismo, o Bruno encontraba maneras de desviar sus pulsiones y cambiarles el foco —el pádel resultaba sorprendentemente efectivo—, o terminaban por recaer en cualesquiera que fueran sus infiernos particulares: las drogas, los robos o —esto sucedía poco— los crímenes de sangre.
Hacía unas horas, como cada día a las seis de la mañana, Bruno paseaba a su perro por el bosque de Abedules a las afueras de Ebron. Durante la caminata, ni habló con nadie ni escuchó música —había perdido sus AirPods en una borrachera—. Se limitó a bostezar, rascarse los huevos cada dos o tres pasos, evitar que Pompón echara el chorro sobre las papeleras y a pensar. No tuvo grandes ideas durante su monólogo mental; tampoco ninguna conversación elocuente o relevante con su yo interno. «¿Me pillo una bicicleta? Están caras, sí, y no monto desde crío, pero me la voy a comprar. Cojones, ¿para qué trabajo si no? Tengo que empezar a hacer deporte. Lo hago por mi salud». Momentos después de eso, su perro salió disparado. La inercia y la fuerza de tiro del animal hizo que Bruno no tuviera más remedio que seguirlo. El psicólogo trataba de impedirlo, pero el perro avanzaba a impulsos intermitentes al tiempo que bufaba con cada sacudida. Terminaron junto a la laguna Verde —recibía su nombre por el reflejo que los abedules proyectaban en sus aguas—. Pompón ladraba sin apartar la vista de la orilla.
Un conejo.
Eso había estado persiguiendo: un conejo blanco. El animalito se zambulló de un brinco. Pompón, como era de esperar, lo siguió y arrastró a Bruno al agua con él —desventajas de pesar cinco kilos menos que tu perro—. Y, como le pasó a Alicia, acabaron viajando al país de las maravillas.
Cuando salieron a la superficie, ya no eran las seis de una fría mañana de Ebron. Habían viajado a otro lugar donde era cerca de mediodía, verano —o quizá finales de primavera—, y había pinos en lugar de abedules.
✦✦✦
Bruno se subió los calzoncillos y los pantalones de chándal de una vez, y ocultó los restos de la cena del día anterior bajo una fina capa de tierra húmeda.
—¡Pompi! ¡Pompi, vamos! —Una brisa suave le trajo un olor desagradable. No supo si era de su propia mierda o de algún animal que también hubiera descargado cerca—. ¡Pompi! —llamó a su perro, esta vez alargando la «i».
Pompón emergió tras los arbustos con una rama en la boca. Su pelaje, blanco hacía apenas unas horas —a excepción del lomo y las patas traseras, que eran grises—, lucía un tono pardo a causa del barro.
—¡Pero mira cómo te has puesto!
El perro se abalanzó sobre Bruno, apoyando las patas delanteras en su pecho, y empezó a lamerle la barba.
—Ya está bien, Pompi, ¡Para!
Pompón ladró para después continuar con la limpieza facial de su dueño justo antes de detenerse. Giró la cabeza. Había oído algo.
—Pompi. No. No. Quieto. —El perro hizo caso omiso, salió disparado y se perdió en la espesura. Bruno corrió tras él. La tierra húmeda del suelo, ya fuera por una llovizna reciente o por el rocío del alba, le devolvía un aroma terroso que le recordó a su infancia: antes de Susana, la psicología, los AirPods rotos y las lagunas mágicas.
Al cabo de unos minutos encontró a Pompón agazapado y con la mirada fija al frente. Se oían golpes sordos, apagados, que resonaban contra la tierra. Bruno se dejó caer al suelo, guiado por el instinto de su perro. Pompón le lamió la mano antes de volver a mirar hacia delante. De nuevo, los golpes. Eran varios, rítmicos, como el «tá-ta-tá» de un vals. Pompón gruñó bajo. Bruno, con la mandíbula pegada a la tierra, empujó el suelo con los brazos, elevando el pecho, y extendió el cuello hasta superar la altura de los arbustos.
Tres jinetes con túnica detuvieron sus caballos en un claro del bosque. En el centro había un monolito de piedra negra, cubierto de inscripciones angulosas parecidas a las runas. Los jinetes desmontaron en silencio y a la vez, como si sus movimientos estuvieran coreografiados. Bruno se los imaginó presentándose a Tú sí que vales.
—La coreografía es decente, pero os falta garra. Me habéis dejado más frío que una piedra… negra. Mi voto es un no —soltaría Risto, con tono altivo, tras elevar una ceja.
Pompón guardó el rabo entre sus patas traseras.
—¡Al viandante del lago, que por los siglos navega, te entregamos, Rex Mundi! —dijeron al unísono. Una de las voces sonó más aguda. Bruno pensó que serían dos hombres y una mujer.
Agachó la cabeza. La cosa se estaba poniendo cada vez más extraña y no estaba en sus planes que le descubrieran.
—¡Al viandante del lago, que por los siglos navega, te entregamos, Rex Mundi! —repitieron, esta vez elevando los brazos al cielo. El psicólogo tragó saliva. «¿Qué cojones…?», se dijo. También pensó que se estaría cagando si no hubiera evacuado hacía unos minutos.
Un jinete deslizó su mano por uno de los bolsillos de la túnica. El metal de una daga brilló bajo la luz del mediodía.
—¡Al viandante del lago, que por los siglos navega, te entregamos, Rex Mundi! —Los tres se giraron hacia el sotobosque, en dirección a donde estaban Bruno y Pompón.
—¡¡¡Vamos, Pompi!!! —gritó Bruno. se puso de pie y dio media vuelta para salir corriendo.
Pompón lo siguió unos segundos hasta que se le adelantó. Tres personas con capucha, un ritual y un cuchillo: el animal tampoco era tonto. Bruno aceleraba el paso mientras iba echando vistazos hacia atrás para asegurarse de que no lo seguían. Parecía que no. El perro sorteó una rama retorcida que brotaba del suelo. Su dueño hizo lo mismo. Fue entonces cuando apareció, como un viejo conocido de los tiempos en los que tenía que reventarse un grano cada mañana antes de ir a clase: el puto flato.
El psicólogo se llevó su mano derecha a las costillas. Su pulso le martilleaba en el pecho. «Una bici —pensó—. Como salga de esta me voy directo al Decathlon». La pinada se fue haciendo menos densa. El sudor brotaba de su frente y le resbalaba en la cara. Su camiseta se adhería a la espalda. «O paramos ya o me desmayo». Pompón ladró. Bruno apartó unos matorrales con la mano.
La laguna Verde.
—¡Eres el mejor, Pompi! —El perro lo miró a los ojos y fue junto a él para restregar su cara contra el muslo de su dueño. Bruno le devolvió el gesto, acariciándolo. Se escuchó el compás de unos caballos al paso—. ¡Ya viene, Pompi!
El psicólogo sintió su pulso más rápido. Con un movimiento nada elegante, agarró a su perro por las patas delanteras y lo tiró al lago. Él hizo lo mismo, pero en picado. Una vez sumergido, abrió los ojos. El agua estaba turbia —y fría—. La mancha blanca que era Pompón pataleaba bajo ella. Bruno miró hacia arriba. La refracción le devolvió una imagen tranquilizadora: el sol no estaba en lo alto. No parecía mediodía.
Sacó la cabeza y buscó a su perro. Pompón, que estaba a unos metros, ladró y se le fue acercando mientras agitaba la cabeza de un lado a otro con cada movimiento de sus patas. Se abrazaron. El animal le lamió la ojera.
—¡Alto! —dijo una voz.
—Joder… —masculló Bruno, y se dio media vuelta.
En la orilla del lago había una mujer con casco y uniforme frente a lo que parecía un coche patrulla sacado de Regreso al Futuro II —en la que viajan hacia el futuro. La del monopatín volador. ¿La tenéis ya? Pues esa.
—Incauta Pertinaz a Endémico Embustero, ¿me recibes? —dijo, al tiempo que giraba la cara hacia la izquierda y aproximaba su boca hacia lo que parecía un pinganillo.
Se oyó un zumbido.
—Aquí Endémico Embusteto. Te recibo, cambio —respondió una voz desde el dispositivo.
—Un varón y un… ¿Cómo se llamaban esos bichos? Los que meneaban la cola…
—¿Un perro? ¿En serio? —dijo la otra voz.
—¡Eso! Un varón y un perro han cruzado la brecha, corto.
Bruno abrió la boca y parpadeó un par de veces. Pensó en Diego, uno de sus pacientes con esquizofrenia. ¿Qué diría si su psicólogo le confesara lo que acababa de ver y escuchar? Su mente saltó a Susana. No sabía si volvería a verla ni si algún día podría saldar el polvo pendiente con ella. Lo único que tenía claro era que esa película de Netflix que habían planeado ver juntos —y para la que seguramente habrían tardado una hora en decidirse— trataría sobre un viaje interdimensional. La habrían estrenado directamente en plataformas de streaming. Contaría con un actor famoso en el reparto —quizá Chris Pratt—, y el resto serían caras recicladas de algún telefilme de sobremesa emitido en Antena 3. El guion no sería muy bueno. La producción, aún peor. Chris haría el papel de Bruno: un psicólogo de 38 años, soltero y con un bobtail. Juntos, terminarían viajando entre dimensiones a través de un lago que haría las veces de DeLorean. La crítica sería demoledora, pero, con el tiempo, se convertiría en una película de culto entre los insomnes, los fanáticos de la ciencia ficción cutre y los amantes de películas de serie B como El ataque de los tomates asesinos, Plan 9 del espacio exterior o El terror del más allá. «¿Tendría un final feliz?», se preguntaba Bruno. Pronto lo descubriría.
¿Y el bardo?
Bien. Gracias por preguntar.
No he necesitado al bardo para nada 😅😂 me ha encantado Tom. A mí es meter viajes en el tiempo y conquistarme pero es que todo lo que escribes tiene tu toque. Cada día me pareces más inconfundible y auténtico. Siempre con ganas del siguiente relato 🫂❤️
Buenísimo, maravilloso... y genial ampliar el universo. Da para tanto. Aunque esto de que no haya perros en el futuro...
Me ha encantado!!