Un chiste malo, un tatuaje hortera y un orco de Mordor en la noche de Nochebuena
Un relato que empieza en una cena navideña y termina con un médico forense haciendo de Sherlock Holmes desde su despacho.
Este relato surgió de un reto que me lanzó
—también andaba por ahí—. La consigna era simple: escribir una historia policíaca que incluyera las palabras «despertador», «carretera» y «tinta». Hacía poco había visto la película El juego de Gerald, de Mike Flanagan —basada en una novela de Stephen King que no he leído—. Toda la acción de la peli transcurre con un personaje atrapado —literalmente— en un solo lugar. Quise hacer algo parecido, pero con un médico forense «atado» a su silla de oficina y resolviendo un caso desde allí, armado únicamente con su mente, un teléfono y un ordenador de cuando decir «la cagaste, Burt Lancaster» era vanguardia. Y quería publicarla antes de Navidad. ¿El resultado? Una historia que espero que disfrute.
I
—Y va el cura y se olvida la sotana. —Todos rieron—. ¡Y se olvida la sotana! —repitió José Carlos, mi cuñado, o «Jotacé», como le gustaba ser llamado.
Todos rieron de nuevo, aunque esa segunda vez lo hicieron por inercia, siguiendo el rebufo de la primera carcajada. Mi padre mantuvo el descojonamiento fingido más de la cuenta y lo arrastró unos segundos hasta que se percató de que todos los sentados a la mesa lo estábamos mirando. Tosió un par de veces, se frotó el bigote y abrió la boca para decir algo:
—No sé qué miráis. Es que…
—¡Y se olvida la sotana! —dijo Jotacé.
Joder, Jotacé, ¿en serio?
Algunos años a. J. C. —desde que se cruzó en mi vida, no tuve más remedio que segmentar mi línea temporal en el evento que fue el hecho de conocerlo—, pensaba que había dos tipos de personas: las inteligentes y las que repiten el remate de un chiste. Mi cuñado me hizo creer, en ese momento, que existía un tercer grupo perdido —un Homo habilis con el que no había contado—: el de aquellos que sueltan el final tres veces. No me malinterpretéis, no era mal tío —ni de coña lo era—, y se ganaba la vida lo mejor que podía. Quería a mi hermana —puede que hasta demasiado—, curraba como un descosido en su asesoría y siempre recordaba los cumpleaños ajenos.
Mi abuela abrió el horno. El aroma a tortas de naranja recién hechas me hizo salivar. Se puso las manoplas navideñas —rojas y verdes, con un dibujo de Papá Noel—, sacó la llanda y la dejó encima de la vitrocerámica. Me miró y sonrió. Yo le guiñé un ojo y me levanté de la mesa para ayudar con la división: ese momento clave en el que había que contar —muy bien— cuántas tortas había y qué cantidad se llevaba cada quién.
—¡Y se olvida la sotana! —soltó Jotacé.
—Joder, Jotacé, ya está bien, ¿no, macho? —dije. «Eres tontísimo», pensé.
—¡Y se olvida la sotana! —La boca de mi cuñado se fue desplazando hacia el lado izquierdo, dejando al descubierto una hilera de dientes torcidos. Su ojo derecho empezó a parpadear descontroladamente, mientras su mano se agitaba como queriendo señalar algo.
No. No le dio un infarto cerebral. Fue un AIT —un accidente isquémico transitorio—. Sucede cuando se detiene la circulación sanguínea del cerebro durante un tiempo breve. En su caso, el culpable fue un émbolo cardiogénico, producto de una fibrilación auricular —una arritmia— por un hipertiroidismo no diagnosticado. ¿Cómo sé todo esto? Soy médico y por aquel entonces trabajaba en el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de la ciudad de Derria. Mi cuñado vivió —tranquilos—, pero si algo puedo decir con certeza, es que su corazón decidió improvisar una melodía irregular cuando menos convenía: en la noche de Nochebuena. Lo bueno es que no había ni un alma en la sala de urgencias del Hospital Provincial de Derria cuando llegamos.
—¿Cómo vas, Jotacé? —Ya tenía la cara en su sitio. Llevaba una vía venosa en la mano izquierda. Cuatro cables de colores colgaban de la cama y terminaban en una pantalla que monitorizaba su ritmo cardíaco. De fondo, a muy poco volumen, sonaba el villancico de Mariah Carey en bucle.
—Bien, Luis —respondió—. ¿Pillaste el chiste?
No tuve más remedio que reírme. «Puto Jotacé», pensé.
—Sí, Jotacé. Pillé el chiste.
—¿Qué me van a hacer ahora? —preguntó mientras se fijaba en su gotero.
—Te dejarán un rato en observación y mañana o pasado vendrá el endocrino a arreglarte la tiroides. Tranquilo, que no te mueres hoy.
—¿Y tu hermana y tus padres?
—Están en la sala de espera. Ya les he dicho que está todo bien. Intenta descansar un poco, anda.
Jotacé, obediente, cerró los ojos. Al minuto ya estaba roque. Yo me recosté en el incómodo sillón de acompañantes y eché un vistazo a la sala de observación. Olía a desinfectante. Había tres camas en un extremo y otras tres en el contrario. En el control —justo en el centro—, un enfermero y una médico revisaban la radiografía de mi cuñado mientras hablaban sobre sus planes para el día de Navidad. Solo había una paciente más: una señora de unos ochenta y tantos, tapada hasta el cuello, que roncaba como un orco de resaca.
La puerta batiente que conectaba con la zona de boxes se abrió. Apareció un hombre calvo, de mediana edad, con un tatuaje de un cuervo en el cuello —naranja y muy hortera—. Probablemente se lo habría hecho en una noche de alcohol y drogas que recordaba más bien poco y de la que se arrepentía más bien mucho. Llevaba una bata en la que se leía:
«TRABAJADOR SOCIAL»
En la mano derecha tenía una ampolla de cristal, con una etiqueta amarilla, que depositó en el contenedor de agujas. Saludó a la médico y al enfermero —ellos se limitaron a asentir— y salió por la otra puerta, que daba a la sala de espera.
A pesar de la incomodidad del sillón, el pitido intermitente de los monitores, los ronquidos de la señora de Mordor y el pestazo a lejía, me dormí. Poco después abrí los ojos por el jaleo. Sentía el pulso en el pecho, como cuando suena el despertador a la mañana siguiente de una cena que se alargó con una sobremesa, le siguió una visita al pub y terminó en un after. Un par de enfermeros cruzaron la sala corriendo mientras gritaban: «¡Parada!». La médico y el enfermero de observación se quedaron en el control —no podían abandonarlo, obviamente. Mi cuñado y la señora del ronquido necesitaban supervisión constante—, así que supuse que los sanitarios que acudirían a la llamada serían los de boxes o los de la zona de sillones, donde estaban los pacientes menos graves. Esos que acuden a urgencias por un lunar de nacimiento, un esguince de grado I o un dolor leve de dos años de evolución. «Lo tendrán protocolizado», pensé. Mi cuñado también despertó.
—¿Qué pasa, Luis? —Tenía los ojos entrecerrados. Se desperezó.
—Una parada —dije—. Tienen que reanimar a alguien.
—Joder…
—Sí. Joder. Las cosas en los hospitales son así, a veces.
II
Unas semanas después —y con mi cuñado estable y en tratamiento por el endocrino—, me dirigía al trabajo. En la radio, Koko Taylor trataba de quitarme las legañas con su Insane Asylum. A las siete de la mañana, la avenida principal de Derria estaba como siempre: personas trajeadas caminando con prisa, maletín en mano; algún camarero fumando en la puerta a la espera de los primeros clientes y las bocinas innecesarias de los coches, parados en la carretera, entonando el Himno a la depresión postvacacional —que siempre sonaba después del verano y de las vacaciones de Navidad.
Giré hacia la calle Miguel Delibes, donde la Torre de la Justicia se erguía sobre el resto de edificios como un gigante burocrático y gris. No solo albergaba el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, también acogía un par de juzgados y una comisaría —entre otras oficinas aburridas.
A primera hora, la Torre parecía el tambor de una lavadora, lleno de fracs y uniformes azules, solo que olía a café recién hecho. Mi oficina era más tranquila, y mi despacho, aún más. Me senté, encendí el ordenador —un viejo ACER con más años que memoria RAM— y revisé mi correo tras los diez minutos que tardó la máquina en arrancar. No había ningún mail destacable, salvo uno con el asunto:
«AUTOPSIA Y RESULTADOS TOXICOLÓGICOS DEL CASO 233B»
Me lo había enviado mi compañera Marta el viernes pasado —minutos antes de salir por la puerta, coger la maleta y tomar un avión con destino a Maldivas—. «Otro más», pensé. Tres personas habían muerto en el hospital de un paro cardíaco —el caso 233B sería el cuarto—. En las autopsias, ninguno de los corazones presentaba hipertrofia ventricular, cicatrices ni lesiones evidentes, ni placas, ni trombos. ¿La aorta y el resto de grandes vasos? Limpios. Pulmones intactos; sin edema ni embolias. Los riñones y el hígado como patenas. Todo en orden bajo la piel.
El análisis toxicológico había sido negativo en todo para las tres víctimas: alcohol, drogas, medicamentos de uso común, metales pesados, sustancias endógenas… Incluso se contempló la posibilidad de que algún sanitario grillado hubiera hecho uso de digoxina, cloruro potásico o insulina. También negativo. Antes no se solían pedir estos parámetros —no muy a menudo, al menos—, pero se habían puesto de moda desde que se descubrió que Charles Cullen, un enfermero americano, se había cargado a decenas de pacientes tras contaminar sus sueros con ese tipo de fármacos. En su barrio decían de él que siempre saludaba. Habían hecho hasta una película del caso en la que aparecían Jessica Chastain y Eddie Redmayne.
Abrí el correo. El caso 233B pertenecía a un varón de 25 años, sin antecedentes, que había acudido a urgencias por una fractura de muñeca. Autopsia sin nada destacable y todo negativo en el análisis toxicológico, como era de esperar. Murió en el Hospital Provincial como el resto. En urgencias, concretamente en el box 5, el 24 de diciembre, mientras esperaba una radiografía.
—¡Joder! —grité. «La noche de Nochebuena», dije para mí, y me fijé en la hora de la muerte: 11:47 p. m. «Mi cuñado y yo estábamos allí cuando pasó». Recordé la escena perfectamente: Jotacé, la señora de Mordor, el olor a lejía, el enfermero, la médico, el trabajador social, el barullo… Entonces mi mente se detuvo y volvió atrás, justo antes de despertarme por los gritos de «parada», hacia el trabajador social calvo. Pude ver hasta la tinta naranja de su horrible tatuaje. Tiró una ampolla de cristal. «¿Qué coño hacía un trabajador social con una ampolla de medicación? ¿Qué medicación sería? La etiqueta era amarilla». Tuve claro el siguiente paso y descolgué el teléfono.
—¿Qué pasa, rey?
—¡Ey, Mamen! ¿Te pillo liada?
—¡Qué va! Estoy paseando a Gizmo, que tiene un ritual para hacer de vientre que siempre me tiro una hora con él hasta que echa el truño. Dime cosas.
—Te va a sonar raro, pero estoy en medio de un caso y necesito que me ayudes con una cosa.
—Ya te lo he dicho, tengo casi una hora libre por delante —rio.
—En el hospital, ¿qué ampollas tenéis con etiqueta amarilla y que sean de cristal?
—¿Etiqueta amarilla? —dijo la enfermera—. Pues… A ver, siempre depende de la marca comercial, pero en el Provincial tenemos naloxona, algunas vitaminas, la lidocaína y los citostáticos, que yo recuerde. Es por lo de las muertes en mi hospital, ¿verdad?
—Sí —respondí.
—¿Crees que alguien los mató?
—Es una corazonada, y tampoco soy policía, pero sí.
—De los fármacos que te he dicho, pide la lidocaína también.
—Lo iba a hacer, aunque no tuvieron arritmia, Mamen.
Para que no os perdáis, la lidocaína suele tener dos usos: anestésico local —lo típico que te ponen alrededor de una herida antes de coser— y antiarrítmico. Pero si se usa en dosis altas puede provocar una arritmia que, de no atajarse, deriva en la muerte. ¿Lo tenéis? Seguimos.
—No, que se sepa. Todos murieron en la sala de sillones o en boxes, así que no estaban monitorizados. Pudieron tener una taquicardia ventricular y, mientras llevaban el carro de paradas, haber acabado fibrilando o en asistolia.
—¡Joder, Mamen, eres la mejor!
III
Los resultados del análisis llegaron a mi correo corporativo una semana más tarde —¿qué esperabais? Que estuvieran en un par de días, ¿verdad? Os recuerdo que Derria no es Miami, Las Vegas, Nueva York ni ninguna otra ciudad lo suficientemente importante como para contar con varias temporadas de CSI—: Positivo en lidocaína para los cuatro pacientes. Dejé que mi corazonada y mi posesión por Sherlock Holmes me siguieran guiando e hice una búsqueda en Google —no muy épico, lo sé—, concrétamente en la página oficial del Hospital Provincial de Derria. En el apartado de personal aparecían tres trabajadores sociales: una mujer y dos hombres. ¡Bingo! Descolgué el teléfono. Nada. Al tercer intento, me quedé con el teléfono en la mano, con cara de imbécil y preguntándome por qué nunca lo cogen en los hospitales. Lo volví a intentar y al fin respondieron. Me identifiqué como médico internista —mentí— y pedí que me pasaran con el Departamento de Trabajo Social. Sonó una melodía digna de un ascensor de hotel mientras esperaba. Tenía en la cabeza el nombre y apellidos de los dos varones: Diego Ferrán y Miguel Domínguez. ¿Por qué no hacer un poco de teatro y transmutarme, de nuevo, en un trasunto de Sherlock Holmes?
—Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar? —dijo una voz grave al otro lado.
—Soy… Nacho Martín, médico internista. —«¿En serio, Luis? ¿El puto Emilio Aragón?», pensé—. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Soy Diego.
—No sé si fue usted o su compañero, pero uno de los dos me ayudó mucho con la ayuda a la dependencia de mi padre hace unos años y con su ingreso en la residencia de Los Sauces. Murió la semana pasada —mentí de nuevo—. Llamaba para dar las gracias, si le soy sincero. El trabajador social al que me refiero llevaba un tatuaje…
—De un cuervo —interrumpió. Sonaba orgulloso. Imaginé que se había hinchado como un pavo—. Soy yo.
«Te tengo, cabronazo. Te gusta que te alaben, ¿verdad? A todos los sociópatas os gusta eso. Por eso os hacéis políticos, chefs o cirujanos —o trabajadores sociales, por lo visto».
—¿Sí? ¿Es usted? Muchísimas gracias, de verdad. Se lo digo con el corazón en la mano. Quiero escribirle una carta de agradecimiento. ¿Su nombre completo es Diego…?
—Diego Ferrán Galindo.
En ese momento, dejé de ser Sherlock para convertirme en Frank Abagnale. Le había cogido el gusto a eso de mentir. No me juzguéis —ya trabajo bastante con jueces—. Tenía el postre delante y bastaba una frase para que me lo sirvieran en bandeja de plata.
—Diego. —Hice una pausa dramática, digna de Meryl Streep, y decidí comenzar a tutearle—. Mi nombre real es Mariano Moreno. —Sí. El personaje de Pepón Nieto en Los hombres de Paco. Ya os digo que me había crecido. Estaba pletórico—. Soy subinspector de la Policía Nacional de la Comisaría de San Efraín. Sabemos que has matado, al menos, a cuatro personas haciendo uso de un antiarrítmico en el Hospital Provincial.
Mientras sonaba en mi mente «and the Oscar goes to…», pensé en cómo reaccionaría un psicópata asesino cuando lo tenían contra las cuerdas. Diego no dijo nada al principio. Le escuché tragar saliva. Después, se oyó una risa seca, forzada, que se detuvo de manera brusca.
—¿Quién eres de verdad? —preguntó con un tono aséptico.
—Ya te lo he dicho. Subinspector Mariano Moreno, de la Policía Nacional. Tenemos tus huellas en las ampollas y un análisis toxicológico que confirma que utilizaste lidocaína en dosis letales.
—No sabes de lo que hablas. —Seguía sonando frío.
—Claro que sí, Diego. Sé que has estado jugando a ser Dios. Sé que has decidido quién vive y quién muere. Lo que no sé es qué coño pasará en esa cabeza calva tuya, pero no eres tan listo como crees. —¿¡Qué!? Ya os he comentado que estaba crecido—. Dejaste un rastro y lo hemos seguido hasta ti.
Tardó en responder. Pude imaginarme cómo jugaba con el cable del teléfono mientras fijaba la vista en un póster de Raphael y martilleaba el suelo con sus zapatos de cuero —no me preguntéis por qué.
—Esto es un malentendido.
—Te doy la oportunidad de hacerlo fácil. Preséntate en comisaría antes del mediodía. —En este punto, ya nada podía pararme. Así que tiré de algunos tópicos de cine policíaco que había visto en mi infancia, desde Arma Letal hasta Tango y Cash, pasando por Dos policías rebeldes—. Si intentas huir, no lo dudaré. Activaré una orden de busca y captura y te encontraré, Diego. Y créeme… —dije. Después hice otra pausa dramática—, será mucho peor para ti. —Se me pasó por la cabeza soltarle un «Yippee-ki-yay, hijo de puta», pero me estuve quieto, gracias a Dios.
Colgó. El pitido en el auricular me dejó con una sensación extraña. ¿Qué acababa de hacer? Me había metido en el papel de John McClane y hasta yo mismo me lo había tragado. Me dio un retortijón y sentí cómo el ácido de mi estómago escalaba hasta mi garganta. Abrí el cajón derecho de mi escritorio y me tragué un Almax sin pestañear. Descolgué el teléfono y llamé a la comisaría de San Efraín. Decidí ceñirme a mi trabajo y poner en marcha el protocolo.
Días después registraron la casa de Diego Ferrán. En su dormitorio encontraron fotocopias de las historias clínicas de sus víctimas, notas con observaciones personales sobre sus «criterios» para elegirlas y formularios falsificados de acceso a fármacos hospitalarios. Confesó tras unas horas de interrogatorio. Según él, nunca quiso matar a nadie, sino que fue obligado a hacerlo por una voz en su cabeza que le hablaba desde una dimensión paralela a la que llamó Motus. En la entrevista que concedió su vecino a Ana Rosa Quintana, dijo que Diego siempre saludaba, por cierto.
El caso cerró semanas después, con el trabajador social esperando juicio por asesinato con alevosía y premeditación. Para mí, el cierre llegó esa misma noche, cuando volví a casa y encontré a Jotacé en mi sofá, con una cerveza en la mano y sonriendo —no sé en qué momento le dejé una copia de mis llaves.
—¿Sabes qué le pasó al cura después de perder la sotana? —preguntó.
Y aunque no quería reírme, me reí. Incluso le di un abrazo. Al fin y al cabo, fue gracias al accidente isquémico transitorio de mi cuñado que acabé en el Hospital Provincial la noche de Nochebuena y vi cómo un trabajador social con un tatuaje tiraba una ampolla de lidocaína a un contenedor de agujas.
👏👏👏👏👏
Que bien escribe el señor Tom Soren.
¿Tom, es enserio?
¡Qué manera tan genial de escribir! Es que amé cada parte de este relato. También me di cuenta de que necesito una clase de gramática 😂 Es tan fácil entender todas tus oraciones y diálogos. Yo me la paso leyendo en inglés y puedo ver los efectos en mi forma de escribir.
Gracias por este relato, lo he leído con mi café mañanero en mano.