Gracias a
por la idea para el relato —y por todo lo demás.
Manuel Morales se ajustó el cuello de la camisa y miró al auxiliar de vuelo. El chico —desgarbado, de pelo rubio y con alguna que otra marca en las mejillas de un pasado acneico reciente— hacía aspavientos en un intento de instruir a los pasajeros sobre qué hacer si esa caja de aluminio de más de setenta toneladas acababa cayendo de una altura de 10.000 metros y besando el mar en su travesía hacia Londres. Manuel bostezó y dio gracias por su asiento:
«Al menos me ha tocado junto a la ventana y no en el de en medio».
Lo último que deseaba en ese momento era tener que mantener el contacto visual con el muchacho mientras este le preguntaba —en un «inglés de la reina»— si estaba dispuesto a abrir las salidas en caso de emergencia. Lo que sí quería era que el diazepam le hiciera efecto antes de que el Airbus A320 alcanzara la velocidad de crucero para, con suerte, despertar cuando ya hubieran llegado al aeropuerto de Gatwick.
El auxiliar terminó con su monólogo sobre seguridad artificial e informó de que la aerolínea disponía de unas cartulinas de rasca y gana —invitó a los pasajeros a participar por el módico precio de un euro—. Manuel miró a su izquierda. Una pareja de sexagenarios se había sentado a su lado. Ella se había colocado uno de esos antifaces negros. Él —mano derecha en guisa de visera y cabeza girada en dirección a la ventana— oteaba la pista. Manuel estaba en medio de la trayectoria entre su aliento y el cristal. El señor olía a cigarrillos y café —y a algo más que, de seguro, echó al café para «corregirlo».
Se escuchó un zumbido, seguido de un rugido más fuerte y grave. «Es el encendido de los motores —se dijo—. Son las turbinas rotando. En menos de cuatro horas estarás durmiendo la mona en una cómoda habitación del Royal National. Mañana será otro día y allí, a salvo, podrás terminar tu nuevo libro». Suspiró. Café Corregido miró al frente y Manuel agradeció el gesto. Estaba acostumbrado al tufo a brandy desde crío gracias a los «remiendos», eufemismo que usaba su padre cuando se refería en realidad a ponerse hasta el culo de Terry. Por ello, siempre que percibía ese aroma, frutal y especiado, volvía a verse a sí mismo con nueve años en el salón, descalzo, contemplando cómo ese desconocido dormía en el sillón —casi en coma—, iluminado por la luz oscilante del televisor, con una botella vacía aún en una mano y una novela corta de Marcial Lafuente Estefanía en la contraria. Escena que se repetía cada noche. Al menos, hasta que una espiral de…
Manuel parpadeó para espantar ese recuerdo y volvió al presente, donde era un escritor anónimo y en el que el ruido de los motores, ya constante, solo se interrumpía de forma ocasional por la hidráulica del tren de aterrizaje. El avión fue desplazándose por la pista mientras la señora, con el cuello vencido por la gravedad, ya emitía algún que otro ronquido grave. Manuel la envidió. Segundos más tarde, un estruendo intenso y vibrante terminó por elevar el Airbus sobre el suelo. El flujo de aire alrededor del fuselaje generó un zumbido, pero no era constante ni monótono; no era el sonido que necesitaba para ceder al sueño. Aún no.
Según ascendían, los motores redujeron el empuje y se hicieron menos ruidosos hasta que el avión se estabilizó y Manuel supo que había llegado la hora. Deslizó una mano por el bolsillo de sus vaqueros y sacó su iPhone y unos earbuds —o intrauriculares, como diría Pérez Reverte, el tipo de escritor al que aspiraba parecerse, aunque para ello tuviese que desvelar algunos trapos sucios de sus antiguos colegas de «profesión», si es que a lo que se dedicaba en su treintena pudiera llamarse así.
«Ahora sí. Gloria bendita».
Everything in Its Right Place de Radiohead sonaría en bucle hasta que aterrizaran. Esa canción siempre lograba bajarle la tensión y los párpados. Café Corregido le soltó un codazo involuntario. Manuel se lo quedó mirando. El señor juntó las palmas de sus manos en gesto de disculpa y el escritor respondió levantando el pulgar, un dedo con el que podría hacerlo trizas en un segundo si así lo quisiera.
Finalmente se durmió. O casi. No consiguió llegar a un sueño profundo, sino más bien a ese estado de estupor en el que lo de fuera te es ajeno y lo de dentro te mantiene en un hilo inestable, flotando en un mar de pensamientos donde algunas frases o imágenes ascienden hasta la superficie para volver a sumergirse segundos después. No obstante, ese estado le era suficiente. O lo fue hasta que una sacudida le hizo abrir los ojos. Miró a su izquierda. Café Corregido y su acompañante estaban orientados hacia él, pero no era a Manuel a quien miraban. Un murmullo se instaló en la cabina. El escritor elevó su cabeza para sortear el asiento de enfrente. Todos los pasajeros observaban por las ventanas. Él hizo lo mismo.
Una figura femenina, vestida con mallas de licra, chaleco de kevlar y capa dorada, estaba de pie sobre el ala derecha del avión.
—¡Es Destello Cósmico! —exclamó Café Corregido.
—¿Qué hace aquí? —preguntó alguien tras Manuel.
—Debe ser por el avión. ¡Algo tiene que haber fallado! —se escuchó.
Destello Cósmico, imperturbable ante el viento y la velocidad, anduvo por el filo del ala, en dirección a la cabina. Se detuvo y barrió el avión con la mirada, desde el morro a la cola. Hizo lo mismo en el sentido contrario hasta que sus ojos se fijaron en un punto para abrirse de par en par. Arrugó la frente.
«Me ha visto», pensó Manuel, al tiempo que la superheroína alzaba una mano en su dirección. El escritor suspiró, resignado. Se levantó del asiento, abrió el compartimento superior, escarbó en su maleta Samsonite y sacó una máscara. Una que llevaba años sin usar.
«Qué remedio».
Café Corregido tragó saliva.
—Sí, soy yo —gruñó Manuel—. Poneos los cinturones —Se dirigió al resto de pasajeros, aunque sabía que de nada serviría que le hicieran caso.
Anduvo unos pasos, máscara en mano. Con un golpe del índice, la puerta de emergencia salió despedida. Un estruendo violento llenó la cabina, seguido por una presión descomunal que succionaba todo hacia fuera. Las mascarillas de oxígeno cayeron del techo y oscilaron como péndulos descontrolados. Una revista voló, atravesó el umbral y se perdió en el cielo gris. Se escucharon gritos de pánico. Café Corregido emitió un chillido ridículo. Manuel sintió el impulso de volver hacia él y callarlo de una hostia.
«¿Por qué no?».
No tenía sentido seguir manteniendo esa farsa. Todos y cada uno de los pasajeros estuvieron muertos desde el momento en que Destello Cósmico posó sus pies sobre el fuselaje.
El escritor caminó hacia el ala, su camisa ondeando al viento. La superheroína elevó una ceja.
—¿Qué hace Capitán Vórtice viajando en una caja de cerillas? —dijo—. ¿Tanto miedo nos tienes?
Manuel no dijo nada y bajó la cabeza en dirección a su mano derecha. Una espiral púrpura recorría la máscara desde el centro hacia fuera, como un remolino atrapado en una rotación eterna. Se la ajustó a la cara con un suspiro cansado. Aún le cabía —a pesar del tamaño creciente de su papada—. Miró a Destello Cósmico y negó con la cabeza.
—He pagado 30 euros por este vuelo. ¿De verdad no podías esperar a Gatwick?
Ella sonrió.
—Tengo cosas que hacer luego.
—¿Cómo has sabido que estaría aquí? —preguntó Manuel.
—¿En serio, Vórtice? —Destello Cósmico posó las manos en las caderas—. Pareces nuevo, coño.
«Sí lo parezco —se dijo el escritor—. En La Liga tienen toda la información del CNI a su disposición. Debí haber viajado de forma clandestina, en un barco o algo así». Se llevó la mano izquierda a la máscara y añadió:
—Sabes que todos en el avión van a morir, ¿verdad?
—¿Acaso te importan?
Manuel se orientó hacia la cabina. Algunos pasajeros miraban al frente con los ojos inyectados en pánico. Otros los mantenían cerrados y apretaban los párpados con fuerza. Café Corregido seguía mirando por la ventana, con un evidente gesto de terror.
«Me han descubierto. Destello se ha encargado de ello… ¿Qué más da? Al fin y al cabo, no son más que insectos atrapados en un vaso boca abajo».
El escritor volvió la vista hacia la superheroína.
—Sabes que no.
—Las acciones tienen consecuencias, Vórtice. Uno no puede abandonar La Liga sin más, ponerse a soltar mierdas de sus excompañeros para forrarse y esperar que no suceda nada. —Apretó la mandíbula—. ¡Tu libro se titula Las adicciones de los miembros de La Liga, pedazo de cabrón!
Destello Cósmico lo miró con furia y abrió las palmas de sus manos. Manuel —escritor y antiguo Capitán Vórtice— resopló, se puso en guardia y soltó una carcajada.
—¿De qué cojones te ríes? —La superheroína enarcó las cejas. Una luz dorada emanó de las yemas de sus dedos.
—De todo —dijo Manuel—. De ellos, de ti y del título de mi nueva obra. Eres la protagonista, ¿sabes? Se titula Las sombras tras el destello.
Destello Cósmico cerró los puños y, mientras una onda dorada hacía añicos el fuselaje y los remaches saltaban como metralla, Manuel supo que Las sombras tras el destello sería el primer libro que jamás lograría terminar. También supo que Café Corregido no volvería a disfrutar de un café con una cinta de brandy.
Impresionante, de nuevo lo has conseguido, tensión, expectación, fantasía, humor negro, giros inesperados, final trágico,... A mí simplemente, me encanta.
Quiero más y lo quiero ya!!! Jajajajaja
Un abrazo, feliz finde!! 🤗
😱😱😱 me encanta, Tom. La premisa es una pasada. Llevo tiempo pensando que tiene que ser posible trasladar un mundo superheroico al actual con los vicios y pocas virtudes de las personas "de a pie". Lo he disfrutado mucho 😊