Una cena caliente, 5.000 euros y un Tesla
Relato de un encuentro inesperado en un bar de pueblo entre la dueña, un hombre chapado a la antigua y un guaperas rubio.
HECHURAS
El torso de Francisco Hechuras era ancho y sus manos ásperas como el asfalto viejo. Tenía el pelo negro y rizado, casi siempre cubierto por una chapela que compró de joven en Elciego, el pueblo de su difunta mujer, cuando no le importaba viajar. No es que lo amara, pero no hacía mucho toleraba eso de hacerse la maleta, meterse en su Simca 1000 e ir por las carreteras nacionales de España, parar a comer en alguna venta, comprarse un par de navajas artesanas y terminar hospedado en un hotel barato de Benidorm con baño compartido. Ahora ni se planteaba cruzar el puente que marcaba los límites de Fuente Alameda de la Esperanza y la Misericordia de Nuestro Señor. Decía que los paisajes se admiran mejor en los programas de televisión: «Si vas a la Gran Muralla China no se ve una mierda, solo piedras. Ahora bien, desde el helicóptero del Calleja…».
Hechuras era moderno en aquellos tiempos en los que el pecho de Sabrina fue el evento del año —¡Feliz 1988!— y Mercedes Milá presentaba programas de debate serios y entrevistaba a Pacoumbrales en lugar de a Mariajosegaleras. Aborrecía aquellas palabras que oía decir a los jóvenes en el bar de Maruja y que no comprendía: «A mí no me calentéis la cabeza con el neslis, los güifis ni los tuitis ni los tikitós, coño». Tenía alergia a los móviles, los ordenadores, los GPS y a cualquier aparato fabricado después de 1995.
«Nos escuchan con esas cosas, ¡que te lo digo yo! Llevan chis».
Podría decirse que el hombre no solo era analógico, sino que respiraba gasolina y aceite de motor por los cuatro costados. Por todo esto, cuando un guaperas rubio y con el cuello tatuado llegó a Fuente Alameda —por abreviar— en su coche silencioso, Francisco Hechuras bufó como un toro.
—Eso no huele a coche, hostias —dijo tras golpear la barra. La gente del bar se habría girado por el sonido, pero solo estaban la dueña y él.
—Es un Tesla de esos, Holguras —informó Maruja—. Son eléctricos, por eso ni huelen ni rugen.
—Elétrico mis cojones, Maruja. ¡Mis cojones!
MARUJA
Guaperas aparcó el coche en la plaza, junto al Bar, y se abrigó con una trenca de cuero. Maruja pensó que a los ricos también les afectaba el frío de la noche castellana.
—Buenas noches —saludó Guaperas—. ¿Puedo pasar?
—Claro, joven. Estamos abiertos —La dueña del bar mostró su mejor sonrisa. Lo mismo hasta le podía encasquetar la paletilla de lechazo—. ¿Vienes a cenar?
Sí —respondió Guaperas—. Pero antes me gustaría proponerte algo. —Se abrió la trenca, escarbó en el bolsillo interior, sacó un sobre y lo depositó en la barra—. Toma —dijo, mirando a Maruja.
La dueña levantó la ceja derecha, cogió el sobre con dos dedos —como si apestara— y lo colocó entre sus ojos y la lámpara de techo para verlo al trasluz.
—Es dinero —dijo, y miró a Hechuras. El hombre se encogió de hombros. Guaperas asintió.
—Sí lo es —confirmó Guaperas—. Son 5.000 euros. Serán tuyos si cierras el bar para mí.
Maruja abrió los ojos y su mandíbula inferior se desplomó como si pesara una tonelada. Esos 5.000 pavos le harían el mes, ¿qué coño? Lo que quedaba de año. Un bar de pueblo en la comunidad con más fuga rural de España no daba para mucho. ¿Y solo tenía que cerrar y servirle la cena? «¿Dónde tengo que firmar?», pensó, pero trató de disimular su entusiasmo.
—¿Dónde tengo que firmar? —No lo consiguió.
HECHURAS
Guaperas se sentó en un taburete metálico, apoyó sus codos en la barra y giró la cabeza hacia Hechuras.
—¿Tú te vas o te quedas? —dijo Guaperas.
—¿Pasa algo si me quedo? —Francisco Hechuras quería que ese pastón fuera para Maruja, sin duda. La conocía desde que eran bebés de teta. Sin embargo, el tipo rubio le daba mala espina.
—Está bien. —Su voz sonó calmada. Se giró hacia la dueña—. ¿Cierras?
Maruja obedeció. Hechuras se inclinó hacia la barra, alargó los brazos y abrió el grifo de cerveza para servirse otra caña de Estrella Galicia.
—Cierra —dijo Guaperas.
Maruja se giró y miró la puerta.
—Ya he cerrado.
—Echa la persiana —ordenó Guaperas con una sonrisa.
Maruja frunció el ceño, dio media vuelta y alcanzó la persiana hasta que esta golpeó el suelo con un estruendo metálico. «Por Dios, que este nos la lía. Que nos la lía», pensó Hechuras, al tiempo que giraba su taburete para orientarse del todo hacia el joven. Maruja volvió de la entrada y cruzó la puerta de vaivén de la barra.
—Eres un mormón de esos, ¿verdad? —Hechuras apretó el mentón—. Quieres vendernos una Biblia o que nos apuntemos a un retiro espiritual… Te he calado, rubiales.
Guaperas ignoró el comentario, arqueó las cejas y desvió la mirada hacia una de las mesas redondas del salón. Se levantó, colgó la trenca en el respaldo de la silla y se sentó.
—¿Qué te pongo? —preguntó Maruja, que salía de la barra con una libreta en una mano y un lápiz en la otra.
—Nada —respondió Guaperas—. Sentaos. —Se abrió de brazos en un gesto amplio, señalando las sillas junto a él.
Hechuras miró a Maruja y trató de transmitirle algo así como: «El guaperas este me da mala vibra, Maruja. Deja los dineros y mándalo a tomar por culo». Maruja apartó el aire con la mano, ignorando la mirada de aviso de Francisco, y se sentó a la derecha de Guaperas. Hechuras gruñó, miró a cada lado, y terminó por sentarse en la silla restante.
—Bueno, bueno. —El tipo rubio asió la silla por la base y la empujó hacia delante mientras levantaba el culo para colocar su pecho contra el mantel—. Nadie nos molestará, ¿verdad? —Francisco y Maruja intercambiaron sus miradas. No respondieron—. Bien. Ahora apagad vuestros móviles y dejadlos sobre la mesa.
MARUJA
Maruja hizo caso. Sacó su Huawei del bolsillo, lo apagó y lo depositó en el centro, junto a la bandeja con el pan. Pensó que el tipo era raro —y la situación lo era aún más—. ¿Qué intentaba? ¿Quería cenar tranquilo o montarse un trío con los tres? ¿Y lo de los móviles? Quizá no quería que lo grabaran mientras hacía algo que no soportaría ver más tarde en un vídeo viral.
—Yo no tengo móvil —dijo Hechuras, y se cruzó de brazos.
Guaperas asintió. Maruja se recostó en la silla.
—¿Nos vas a decir tu nombre, al menos?
Guaperas se frotó la barbilla. Maruja pensó que era afilada, como la de ese actor de aquella serie británica que veía su hija en la que el tipo usa una cabina azul para viajar en el tiempo. Vio al rubio babear. «¡Qué asco!», se dijo, y le ofreció su servilleta para que se limpiara. Guaperas la rechazó y dijo:
—Eduardo.
—Eduardo, de acuerdo. —Maruja dejó la servilleta sobre la mesa y le tocó el hombro. Estaba frío—. No me malinterpretes, que los 5.000 me vienen de lujo, pero ¿qué hacemos aquí?
GUAPERAS
Eduardo oía los latidos de la señora mientras hablaba. A diferencia de los del hombre, que sonaban a placas de ateroma y coronarias obstruidas, los de ella eran pausados y rítmicos —se cuidaba, quizá hasta hiciera zumba o pilates—. Pensó que estaría bien el contraste, como los mar y montaña que solía tomar cuando su dieta era más variada. Empezaría por alimentarse de ella: sería un buen tentempié para el plato final —e inesperado— en que se convertiría ese paleto. Un ejemplar de pueblo —hasta llevaba chapela—. Saborearía la grasa en su sangre y se sentiría pleno. Después asaltaría la máquina de tabaco, se fumaría un par de cigarrillos Lucky Strike y volvería a su nido antes de que lo amenazara el sol del alba.
—Sois mi cena —dijo Eduardo.
Diomio... Qué mal rollo... Si es que si te ofrecen tanto dinero, algo raro pasa... O es Forum Filatelico o es esto otro.
Ays, que te ha gustado la historia de Jacobo, Bella y Eduardo 🤣🤣🤣
Me encanta Tom. Brillante como siempre!