El último en pie
Relato —no tan corto— sobre una puerta, un reloj y un estallido. No os va a dejar indiferentes. Prometido.
I
Cuando compró el número 27 en la calle Ara Coffee, lo primero en lo que pensó Daniela Murillo fue en el estudio. Sería el único lugar donde el mundo exterior no podría alcanzarla. El único sitio donde estaría a solas consigo misma y con sus historias. Sus ahorros del periódico y el préstamo desesperado que pidió a su hermano, fuera —adieu, auf Wiedersehen, bye bye—. Se había aproximado al borde del acantilado y había dado un último salto al vacío. Todo quedó invertido en el chalet, pero su búnker creativo se llevó la mayor tajada. A tomar por culo el ruido de coches, la peste a alcantarilla y los gritos de los vecinos borrachos al llegar de madrugada. Con lo que había conseguido tendría un par de años para escribir. Adiós a los trabajos de mierda y a las distracciones de mierda. Era el momento de entregarse por completo a su novela, de demostrar que llevaba algo dentro y que podía ser algo más que una periodista atrapada en la rutina de redactar titulares atractivos —con reportajes insípidos— engendrados con el único propósito de que alguien, al otro lado, hiciera clic con el ratón.
«¡Siete alimentos que te están matando y no lo sabías! El quinto te sorprenderá», «Esta famosa rompió Internet con su nuevo look. ¿Quieres saber de quién se trata?», «Descubre qué personaje de Friends eres según tu signo del zodiaco».
Aún se relamía los labios cuando recordaba la última conversación que tuvo con su jefe —cincuentón, mirada altiva, prepotente como un actor de los cincuenta de Hollywood y con dos kilos de gomina en un peinado hacia atrás cultivado en Turquía:
—Lo dejo.
—¿Cómo que lo dejas, Daniela? —Se puso de pie. Quería que la periodista se sintiera pequeña, otra vez.
—Que lo dejo. Termino la crónica sobre Chris Pratt y me piro.
—No te puedes ir, mujer. —Mostró una sonrisa paternalista—. ¿Estás en esos días?
Daniela puso los ojos en blanco y cogió aire. «Otra vez igual».
—No estoy en esos días, pedazo de imbécil. Llevo pensando en irme desde el momento en que pisé el suelo de mármol de este puto periódico. Me he querido ir desde que te conocí y me soltaste un: «Arréglate un poco cuando vengas a trabajar, anda, que esto no es un gimnasio de zumba». No eres ni periodista, solo un heredero con suerte que tardó siete años en terminar administración de empresas. ¡Ah! Y que sepas que tus reportajes son basura y que «solo» ya no se tilda… ¡Y la que caga en tu baño a veces soy yo! Si no te gusta, pon calefacción en los aseos del personal, rata —le habría gustado decir, pero no lo hizo. En su lugar soltó un: «Mejor que haga José Carlos lo de Pratt. Yo me voy ya».
Daniela había cubierto las paredes de su estudio con paneles de espuma acústica gris, el techo con placas de fibra densa y, bajo el suelo, había instalado una capa de corcho para amortiguar cualquier vibración. Incluso había sellado las ventanas con burletes de goma. El resultado que buscaba era un espacio hermético donde solo se escucharan sus sorbos al café y el martilleo de sus dedos en las teclas de su portátil. Era perfecto, excepto por la puerta.
La maldita puerta.
La madera estaba tan hinchada por el paso de los años y la humedad que ya no cerraba bien. Por esa rendija entraba todo: frío antártico, el olor a especias de la carnicería Halal de al lado y hasta la Santa Compaña. Adiós a su búnker.
Una mañana de domingo, Daniela Murillo se encontraba sentada frente a su OMEN 16. Un portátil con 32 GB de memoria RAM y un procesador de última generación. Solía referirse a él como el ordenador «pepino». Lo había comprado para editar vídeos en un canal de YouTube que nunca creó, así que su potente tarjeta gráfica ahora languidecía haciendo portadas para sus relatos en Canva, escribiendo artículos para su newsletter y cargando mapas de Azeroth. «No solo de pan vive la mujer», pensaba la escritora. Se levantó de la silla, fue a su cuarto y se vistió —pantalones vaqueros, sudadera de Led Zeppelin y unos Panama Jack con plantillas ortopédicas para sus pies planos—. Iría al mercadillo a visitar a Jesús, el Astillas, un carpintero con más años a sus espaldas que callos en las manos. Era buena gente. Un currante de toda la vida que hacía piezas por encargo con la madera de pino que conseguía por ahí. Tenía un ramalazo místico que contrastaba con su acento de aldea. Había quien decía que le hablaba a los tocones antes de tallarlos. A Daniela no le importaban demasiado ninguna de esas cosas. Solo quería una puerta de 203 por 82 centímetros y todo lo gruesa que fuera posible.
II
Era diciembre, y Daniela se arrepintió de no haber cogido un gorro y una bufanda cuando se bajó del coche. La plaza Ruiz Zafón estaba abarrotada de gente, que paseaba y admiraba los puestos. Quesos artesanos, embutidos con todas las gamas de rojo posibles, panes —hechos en hornos de piedra— y vajillas de cerámica. Una pareja de ancianos que iba de la mano paró frente a un puesto de fruta ecológica. Miraron el género y continuaron hacia la siguiente carpa tras un: «Esto está muy caro, nene», por parte de la señora. Daniela pasó junto a la fuente, donde un cetrero —vestido del primo pobre de Peter Pan—, hacía señas a su halcón, que sobrevolaba la plaza en círculos y despertaba miradas de asombro y ovaciones entre el público. «Pobre pájaro», pensó Daniela, y continuó su camino hasta el puesto del Astillas.
—Buenos días, Jesús.
—Buenos días nos dé Dios y la Virgen Santísima de Canto —dijo el anciano.
Daniela elevó las cejas, hizo una pausa y sacó un papel arrugado del bolsillo. Lo desdobló, lo dejó sobre la mesa de madera del carpintero y trató de alisar los pliegues con la mano.
—Necesito una puerta con estas medidas. ¿Podría encargarse usted?
El Astillas tomó el papel, lo sostuvo a la altura de la nariz —a la distancia a la que su presbicia le obligaba— y lo volvió a dejar en la mesa.
—¿Para cuándo lo quieres?
—Cuanto antes.
Dicho y hecho. Una semana después, una puerta gruesa de pino servía de límite, insonorizado y aislado, para su búnker creativo. A la mañana siguiente, Daniela se hizo un café, se sentó frente al escritorio y la admiró: amarillo pálido, vetas rectas y nudos oscuros en un acabado rústico. Hasta tenía una inscripción que Jesús había querido conservar: «El zagal de la Micaela me ha traído los maderos, y uno tenía esto escrito. Los árboles tienen memoria, ¿sabes? Me daba pena lijarlo demás». Altera Pars podía leerse en la base de la puerta. Daniela se preguntó quién pondría semejante cosa en un pino y no pudo evitar sentir un ligero mal rollo. «El otro lado —pensó— ¿El otro lado de qué? ¿De dónde?».
Sonó el móvil.
—¿Qué dise tú? —dijo su hermano, alargando la «u», al otro lado de la línea.
—¿Qué dise tú, hermanu? —Años de empatía mutua y vivencias comunes habían culminado en un código de comunicación que consistía en saludarse como gilipollas por teléfono—. ¿Crees que estas son horas?
—Sabía que ibas a estar despierta. Y no me cuento mucho, la verdad. Poca cosa —Elías suspiró—. Voy de camino al curro, que hoy tengo guardia. ¿Tú qué?
—Ya me han puesto la puerta, ¡por fin! —informó Daniela—. Está insonorizada de verdad. No se oye nada cuando la cierro.
—Pues al pelo, ¿no? —dijo su hermano—. ¿Estás con la novela?
—Yes.
—¿Cuánto llevas?
—Unas 30.000 palabras ya —dijo Daniela.
—Y eso es…
—Un tercio, o puede que un cuarto. —Hizo una pausa—. Depende.
—Pues bien. Bien. Oye, que había pensado en una idea para un relato, por si te interesa.
—Dispara.
—A ver… Lo mismo es una gilipollez. Lo he pensado como un relato de coña, pero ahí va: la madre del prota es un demonio y, por ejemplo, le pregunta a su hijo por sus amigos vírgenes, o se cabrea viendo El Exorcista porque odia al demonio de la peli, o convulsiona si escucha alguna canción de Camilo Sesto…
—Coño. —Daniela rio—. Es bueno, pero no es mi estilo. ¿Me permite usted que le pase la idea a otro colega escritor?
—¿A Tom? —preguntó Elías.
—Correcto —respondió Daniela—. Bueno, tú, ¿cómo se espera la guardia de hoy?
—Pues movida, seguro. El centro se va a petar. Falta nada para Navidad, así que todos los domingos se pone hasta los topes. Parece Vietnam.
Su hermano trabajaba como guardia de seguridad en Los Sauces, un centro comercial a las afueras de la ciudad que no tenía nada que no pudiera encontrarse en cualquier otro centro comercial de extrarradio: restaurantes de cadenas de comida rápida, salas de cine con olor a palomitas rancias, tiendas de ropa con descuentos eternos y, a veces, una piara de adolescentes —o pavopozos, como decía Daniela— sin rumbo fijo y con ganas de complicarle el turno. Aun así, a Elías le gustaba su trabajo. Decía que estaba fresco en verano y caliente en invierno. Era un tío sociable y buena persona —un auténtico ser de luz—, de esos que recuerdan el nombre de los perros de la gente. Los empleados del centro lo adoraban. Si una clienta perdía algo, él ya estaba buscándolo antes de que terminara la frase. Y si alguien se ponía cansino con los trabajadores, Elías aparecía con su sonrisa amable, su autoridad discreta y listo para mostrar su cara B si era necesario —también sabía hacerse respetar cuando tocaba.
—¿Te vienes a cenar luego? —preguntó Daniela.
—Pues venga. Salgo a las ocho. ¿Llevo algo? Acaban de abrir un Popeyes en mi centro.
—¿Pollo empanado? Ya que te vas a saltar tu dieta de Dwayne Johnson —Daniela elevó las cejas—, ¿por qué no volvemos a los clásicos? ¿Un par de hamburguesacas del Foster`s con ensalada de col y patatas con beicon y queso no te hace?
—Son casi las ocho de la mañana… Ahora no me hace nada, pero en doce horas te digo. Luego te mando un… —Se hizo un silencio al otro lado que apenas duró un segundo. Le siguió un «¡Mierda!». Después, un estallido y un pitido intermitente, ese sonido clínico que llena el vacío cuando se corta una llamada.
—¿Elías? ¡¿Elías?!
III
Si, hace unos años, a Daniela Murillo le hubieran dicho que enterraría a su hermano pequeño, habría soltado una carcajada. «El último en pie», solía bromear ella. Su hermano no bebía, no fumaba, iba al gimnasio cuatro veces por semana y meditaba al menos diez minutos cada noche. Era de esos que desayunaban avena con fruta, llevaban siempre una botella de agua reutilizable —y de cristal, por eso de los bisfenoles y los disruptores endocrinos— y podían correr diez kilómetros sin subir de ochenta latidos por minuto. Tenía una vista perfecta —cero dioptrías, a diferencia de las siete de miopía de Daniela— y un historial médico tan limpio que podría haberse usado como ejemplo en un congreso de medicina.
Nunca enfermaba —ni siquiera pillaba un resfriado—. Cuando eran pequeños y las toses eran la banda sonora de casa, el único que estaba como una rosa siempre era él. «El último en pie». Decía que dormía como un bebé, que nunca se le acumulaba el estrés porque tenía sus mecanismos para regularlo y que a los sesenta mantendría sus abdominales de veinteañero. Leía libros de emprendimiento y vida sana, y los llenaba de pósits y subrayaba frases motivadoras que luego soltaba en las comidas familiares de los domingos.
La vida de su hermano había sido una colección de billetes de lotería que había ido acumulando, poco a poco, para que le tocara el premio gordo: morir a los noventa en su porche, mientras bebía una horchata, acompañada con un bol de anacardos al horno. Esos billetes habían terminado volando por los aires de la N-525 cuando un camión Volvo de una empresa de transportes —conducido por Diego Pomares, un conductor de cuarenta y pocos que llevaba catorce horas sin dormir y estaba hasta arriba de cristal— se salió de su carril e impactó de frente contra el Ford Focus de Elías.
Ahora, de pie frente a esa lápida con el nombre de su hermano grabado en letras definitivas, Daniela no podía evitar pensar en lo absurdo que era todo. Con los ojos fijos en la tierra recién removida, la escritora recordó una escena. Estaban en casa de su abuela, sentados a ambos extremos del sofá de cuero. Ella le decía: «Abre la boca, Elías». Su hermano, de apenas cinco años, protestaba: «¡No! Que me lo vas a hacer otra vez». «Que no, tonto. Ábrela». El bueno de su hermano hacía caso —como las seis veces anteriores— y abría el hocico. Daniela acercaba su dedo índice a la boca de Elías y lo introducía hasta la campanilla, provocándole una arcada. «¿Ves? ¡Lo has vuelto a hacer!», decía él. «Esta vez te juro que no te lo hago», mentía Daniela.
Daniela apretó la mandíbula y entrecerró los ojos. Se colocó las gafas de sol. No quería que su padre la viera llorar. «Joder… Eras tan bueno. No te merecías esto, hermanito. Tú no». Entonces pensó en las noticias de la sección de Sucesos que su jefe le hacía escribir:
«Tres adolescentes violan a una niña de doce años en el parque del Cerro», «Un señor mata a su mujer tras una discusión mientras veían MasterChef», «Detenido un hombre por golpear a su perro hasta la muerte»…
¿Qué le habría hecho escribir ese hijo de puta? Seguro que algo así como:
Tragedia en la N-525: un joven ejemplar pierde la vida en un brutal accidente provocado por un conductor drogado. Absténganse de hacer clic en la noticia si tienen problemas de corazón. Las imágenes pueden resultar impactantes.
El cabrón lo habría acompañado con una galería de fotos: el coche destrozado, un charco de aceite —o de sangre, si había suerte— y una flor olvidada en la cuneta, porque las tragedias venden más si llevan un toque poético.
Asesinos, caciques, violadores, políticos corruptos, ladrones, estafadores, dictadores… Muchos de ellos vivos y coleando mientras su hermano de veinticinco años yacía inerte a dos metros bajo tierra. Daniela pensó que se habría cambiado por él sin dudarlo, pero supo al instante que a Elías le hubiera dolido la muerte de su hermana lo mismo que a ella le dolía la de él, así que lo pensó de nuevo y llegó a otra conclusión: cambiaría a cualquier otro por su hermano, probablemente a alguno de los psicópatas de sus crónicas. Hasta ella misma se encargaría de acabar con su vida, fundir su cadáver en ácido y enterrar los restos en el valle durante la noche de Nochebuena, mientras las familias felices estarían en casa, al calor de la chimenea, poniéndose hasta el culo de cava y marisco. Daniela no era una asesina ni una viajera del tiempo, así que supo que no haría nada de eso y siguió llorando. Las Ray-Ban oscuras poco podían disimular ya las lágrimas que caían por sus mejillas y empapaban sus labios. Su padre, un hombre alto y corpulento a pesar de su edad, la abrazó. No hablaron. No había palabras de consuelo válidas —ni siquiera el abrazo lo era—. Daniela, con la frente apoyada en el pecho de su padre, miró la lápida. «¿Qué es tu hermano para ti?», le había preguntado su psicóloga hacía unos años. «Mi hermano es un hermano, un hijo y un padre», había respondido ella.
«El último en pie».
IV
Una noche de junio, meses después, Daniela Murillo trataba de conciliar el sueño en su colchón de muelles ensacados. Era cómodo, y el Carrier sobre la ventana mantenía la habitación en unos agradables 21 grados, pero Daniela no podía dormir por otro motivo. Desde hacía cuatro noches, justo a las tres de la mañana, se oían golpes bajo la escalera —tres golpes, después el silencio—. La escritora no quería abandonar la protección artificial de sus sábanas, así que se limitaba a escuchar los impactos y tratar de dormir.
Miró el móvil. Faltaba un minuto. Puede que fuera el frigorífico, que tuviera un temporizador que hacía que se reiniciara siempre a la misma hora, o quizá lo había empezado a oír hacía poco por el calor. Sí, sería eso. El aparato necesitaba un reseteo para combatir los casi 30 grados que había en la cocina. Daniela echó otro vistazo a su móvil justo cuando dieron las tres. Se oyeron los golpes: «Toc, toc, toc». Tres choques secos, como si alguien llamara tras una puerta de madera. «No es el puto frigo», se dijo.
Se sentó en la cama y se colocó las chanclas de andar por casa que usaba en verano —baratas, incluso incómodas, pero frescas—. Bajó las escaleras y, justo cuando iba hacia la cocina, captó algo por el rabillo del ojo. Se giró hacia el estudio. La puerta de madera del Astillas estaba cerrada, pero se colaba una cortina de luz por la minúscula rendija que la separaba del suelo. Encendió la luz del pasillo, suspiró y tomó el pomo. Al abrir la puerta, un escalofrío le recorrió la nuca y lo que vio la dejó inmóvil. La incredulidad superó al frío, y, sin pensarlo, cruzó el umbral.
Estaba en un bosque y se oían coches cerca. Se giró hacia la puerta, que se erguía junto a los pinos, sin paredes que la sostuvieran. Veía su pasillo, con la luz encendida, donde era verano y de noche. Pero Daniela estaba al otro lado, en una pinada bajo el cielo plomizo del invierno. Miró su reloj de muñeca —un Huawei Watch GT4—: domingo, 15 de diciembre de 2024. «Joder… joder, joder, joder, joder. Daniela, ¿estás soñando? No. Esto no es un puto sueño», pensó, y los pezones en punta por el frío bajo su camiseta interior le dieron la razón. Tras el sotobosque, unos cuantos arbustos ocultaban el asfalto. Anduvo unos metros y alcanzó a ver la carretera. Era la N-525. Estaba en el lugar donde murió su hermano, y el mismo día. «¿Y la hora? ¿Qué hora es?», se preguntó mientras echaba otro vistazo a su reloj. Eran las 7:30 de la mañana. Aún no había ocurrido, ¡estaba a tiempo!
V
La tierra bajo sus pies estaba húmeda. Apenas sentía los dedos. Respiraba de manera irregular y entrecortada, como si su pecho no fuera capaz de expandirse lo suficiente. Sus manos, cruzadas sobre su abdomen, no dejaban de apretar la tela de su camisa. Temblaba. Elevó la cabeza sobre los arbustos, cubiertos de escarcha. Después, miró el reloj. Faltaba poco. Lo sabía. Esa hora maldita había quedado grabada para siempre en su mente: 7:53 a. m. La había visto cientos de veces. Durante las noches de invierno, cuando el recuerdo aún era reciente, había repasado una y otra vez el registro de llamadas de su móvil en los momentos en los que todo se rompía: Elías Murillo, llamada entrante. Había durado exactamente cinco minutos y dos segundos. Tiempo suficiente para hablar de una puerta, comentar algo del trabajo y planear una cena con hamburguesa, ensalada de col y patatas con beicon. Tiempo suficiente para escuchar un grito, un estallido y ese pitido intermitente que aún le perforaba el cerebro. Tiempo suficiente para que todo se fuera al carajo. Pero ahora podía cambiarlo. ¡Joder, había viajado a través del tiempo!
Miró el reloj de nuevo: 7:49 a. m. Su respiración aumentó el ritmo. Le dolían las costillas. A causa del hielo, la carretera brillaba como un río de plata, solo que no se oía el murmullo del agua, sino el ronroneo de las ruedas sobre el asfalto.
A lo lejos, un rugido comenzó a hacerse presente.
El corazón de Daniela latió rápido, con fuerza. Apretó los dientes. Se inclinó hacia delante, con las piernas temblando, y pisó el asfalto. El rugido del camión era ensordecedor. Lo vio aparecer en la curva: una bestia de acero de doce toneladas guiada por un infeliz Diego Pomares al volante, drogado y exhausto.
Daniela se colocó en el centro de la carretera y alzó los brazos mientras agitaba las manos desesperadamente.
—¡Para! ¡Por favor, para! —gritó con todas sus fuerzas.
El conductor no disminuyó la velocidad. Daniela podía ver sus ojos detrás del parabrisas. No miraba hacia la carretera, sino que parecía rebuscar algo en el asiento del copiloto.
—¡Para! —Daniela agitó los brazos con más fuerza, al tiempo que saltaba una y otra vez para hacerse ver.
Diego la vio y elevó las cejas con un gesto de estupefacción. Agarró el volante y giró hacia la izquierda. El Volvo obedeció y ocupó el carril contrario. Daniela se agachó por instinto y se cubrió la cabeza con las manos. Unos segundos después, un estallido desgarró el aire. Una bandada de carboneros abandonó la seguridad de los pinos. El suelo vibró bajo las chanclas de la joven, que levantó la cabeza, se giró y vio la escena. Se dejó vencer por la gravedad y cayó de rodillas sobre el frío asfalto. El Volvo había impactado contra un coche.
Un coche azul.
Un Ford Focus azul.
El Ford Focus de su hermano.
El coche había quedado aplastado bajo la mole del camión y se había convertido en un caos de hierro, cristales y sangre. La escritora no lloró. No pudo hacerlo. Se limitó a desenfocar la mirada mientras un desdibujado humo negro se alzaba sobre el Volvo, se elevaba hasta las copas de los árboles y se perdía en el cielo gris.
El reloj marcaba las 7:53 a. m.
Muy bueno. Ahora mi imaginación se pone a sacar cuentas sobre "hasta que punto sabía el Astillas lo que hacía cuando dejó la inscripción en la puerta" y sobre si "terminaría igual cada noche".
Uff… brutal! La próxima vez que abra la puerta, si está en su oficina que se le diga envalentonada, lo que pensó, al jefe. Quizás así modifica toda la línea de tiempo. Saludos, Tom. PD: me encantó como dejaste la referencia al relato, Mi mamá es un demonio.