De dragones, droides y demonios #3
Un viaje entre cintas de VHS, cines de verano y viernes en el salón.
En los dos primeros posts sobre mí hablé de la lectura y la escritura (os dejo los enlaces abajo). No obstante, hay un tercer pilar en mi desarrollo como escritor —o proyecto de escritor— que no puedo obviar: el cine. No sería la persona que soy ni escribiría sobre lo que escribo sin aquellas noches, después de la cena, en las que me tumbaba a los pies de mi padre —con mi hermana en el otro sofá— y poníamos una cinta alquilada. Carátula negra, plastificada, con el título sobre un papel adhesivo blanco. Era el evento principal de los viernes.
Mi primer dragón
Cuando nos reuníamos en el salón, hacíamos eso: ver películas. Lo de jugar a juegos de mesa o hablar sobre los problemas del colegio era cosa del resto; de familias normales, con vidas normales, que se entretenían sabiendo de otras personas normales con problemas normales. Esas cosas nos aburrían. Nos daba igual si doña Maruja, la del tercero, se iba a las Maldivas; si José Carlos era infiel y llegaba tarde a casa los domingos o si Karmele se callaba o no. A nosotros nos preocupaba si la tripulación salía viva de la Nostromo, si dejaban embarcar a Leeloo en el Fhloston Paradise con su «multipase» o si Colwyn lograba empuñar el Glaive antes de que la Fortaleza Negra desapareciera —con Lyssa en su interior—. Joder, si mi hermana y yo llorábamos por Artax todas y cada una de las veces que veíamos La historia interminable —y sí, el libro de Ende es mejor que la adaptación germano-británico-estadounidense del 84. Pero ¿qué queréis que os diga? Escucho los sintetizadores cuando aparece la Torre de Marfil por primera vez y se me eriza el vello de todo el cuerpo. ¿Y el grito de Bastian qué? «¡Hija de la luna!». Dios… Voy por un té y vuelvo.
Bastian Baltasar Bux, mi hermana Kyra y yo te admiramos.
P. D.: Ese sándwich tiene muy buena pinta.
Son curiosas las trinidades. Siempre he sentido que también hay tres vértices en el triángulo de mis pasiones: terror, fantasía y ciencia ficción.
Mi primer droide
¿Escribo ciencia ficción? No, pero me encantaría. Seguramente no lo hago porque pienso que me falta jerga científica y tecnicismos.
—El flujo cuántico del hiperplasma ha colapsado el núcleo gravitacional del astrogenerador —dijo Astragald mientras se frotaba la barba—. Ha vuelto a pasar.
¿Veis? No es lo mío.
Como en la vida de todos mis coetáneos, en algún momento fui lo suficientemente mayor como para relacionar que podías elegir lo que querías ver en pantalla si comprabas el VHS correspondiente —y que las cintas de Disney no aparecían en la estantería por arte de magia—. A mi prima Sophie (llamémosla así), esa revelación le llegó casi a la vez que a mí.
—Mis padres me han comprado El rey león.
«¡Claro!», pensé. «Las cintas son cosas que se compran, como el pan, el tabaco o los coches. Yo también quiero mi cinta de Simba». Y así fue. Lloré por Mufasa. Todavía lo hago.
Larga vida al rey.
No mucho más tarde, yo mismo compré mi primera película: Jurassic Park. O esta es la versión canónica —oficial— que permaneció en mi cerebro hasta que lo hablé con mi hermana Kyra esta misma mañana, mientras escribía este texto. En la carátula —o en la cinta, no lo recuerdo—, aparecía mi nombre, del puño y letra de mi padre. De ahí mi error. La historia real es distinta. Fue la primera película que compró mi hermana —imagino que con el dinero de la paga o algo así—. Lo hizo en la librería de mi barrio, que hacía las veces de quiosco, tienda de juguetes, cintas, peluches y, por supuesto, de librería. A los días, cuando vio que aparecía mi nombre en lugar del suyo —o de ninguno—, se pilló un rebote que pa qué, según sus propias palabras.
Banda sonora «epiquísima» de John Williams —Johnny, para sus amigos Spielberg y Lucas—, un braquiosaurio —o brontosaurio, como lo llamaba yo— y el Dr. Alan Grant quitándose las gafas de sol para admirar la escena.
Ninoni na na Ninoni na na Ninoniii ninii ninii Ninoni na na Ninoniii Ninoniii ni niii na naaa…
Te acabo de transportar a la isla Nublar y lo sabes.
Muchísimos años más tarde para un niño —unos tres o cuatro—, mi padre me llevó a un cine de verano. Reestrenaban una película del 77 con nuevos efectos especiales.
—Han metido muchas cosas hechas por ordenador —dijo.
Esa película era —ya lo sabes. Si te has quedado es porque eres friki como yo— Star Wars: Episodio IV - Una nueva esperanza. Si os soy sincero, creo que le dije a mi padre algo así como que me aburría o que la madera de la silla se me metía en el culo o que tenía sueño y nos fuimos. No me lo tengáis en cuenta: tenía siete años.
Lo siento, papá. Te quiero.
Así que no. A diferencia de muchos otros, mi primer droide no fue C3PO. Tampoco R2D2. Llegaría a amar Star Wars, sí, pero unos años después. Mi primer droide fue Max —permitidme llamarlo droide aunque técnicamente no lo sea. Eso de hacer uso de tres letras «D» en el título de este texto me pareció brutal y he tenido que amañar el juego para mantenerlas.
Max es una inteligencia artificial de la película El vuelo del navegante, de 1986. Controla una nave extraterrestre que recoge y transporta seres vivos para estudiarlos. Aunque su objetivo inicial es estrictamente científico —y es un soso—, poco a poco va desarrollando una personalidad entrañable al hacer migas con David, el protagonista. Esta trama de relación —una road movie pero con nave espacial— me parecía increíble. ¡La peli tenía incluso un viaje en el tiempo! Recuerdo perfectamente la voz de Max en castellano. Era la de Salvador Aldeguer: Murdock en El Equipo A, Éomer en Las dos torres y Carl Winslow en Cosas de Casa. «¡Cumplimiento!».
—Carahuevo.
—Ceporro.
Mi primer demonio
No quiero extenderme mucho, así que seré breve en esta parte: para cuando mi hermana me puso El exorcista, ya había otro demonio que me había dejado con el culo torcido. El de Amityville: El rostro del Diablo, de 1993. No recuerdo casi nada de esta película: un reloj, un salón que se convertía en una sala de torturas al apagar la luz y poco más. Lo que sí recuerdo era pensar que los protagonistas eran imbéciles. ¡Solo tenían que rezar para vencer al demonio! Era así de sencillo, o eso creía yo. Hasta lo verbalicé.
—¡Que recen un padrenuestro!
La vimos una noche en el canal Alucine de Vía Digital.
La historia interminable, El vuelo del navegante y Amityville. Vaya tres. Después vinieron muchas más…
Pero eso es otra historia.
¡Muchísimas gracias, compañero!