De castillos, Richard Dreyfuss y el último salto de Spiderman #8
Crónica de un desahucio interior con navajas mariposa.
En tercero de la ESO, Nicholas, que se había convertido en mi mejor amigo hacía un par de años, se fue del instituto. No es que dejara de estudiar —no todavía—, sino que regresó a su pueblo natal. Con Nicholas compartía mi amor por Tolkien, mi obsesión por Harry Potter y, en definitiva, mi pasión por la fantasía y aquellos mundos en los que todo era posible. Al despedirnos, nos prometimos que tendríamos un castillo en común de mayores (con bosque particular, cuadras y galería de tiro con arco).
A Nicholas le siguió otro compañero de clase, que también se marchó. El tercero, llamémosle Pablo, se quedó, pero cambió el gusto por los caballos y las espadas por el de las motos de 125 cc y las navajas mariposa. Yo imaginaba que eran cosas que sucedían cuando a uno le salía bigote.
Al igual que Pablo, el resto de compañeros de clase fueron despertando y «madurando» mientras yo luchaba por permanecer puro. Leía en el recreo (creo que por aquellos días empecé La canción de Albion, de Stephen Lawhead) e, incluso, seguía jugando con juguetes —también en el recreo—. A veces hacía crossovers con ellos. Un clásico era Spiderman en la Tierra Media: el superhéroe la liaba parda con las hordas de orcos.
Todos empezaron a comprar ropa de marca —El Niño quedaba primero en las encuestas— y, por supuesto, hablaban sobre chicas. Yo, del estreno en cines de El retorno del Rey... y sin nadie que me diera la réplica. Fue un año triste. Sin embargo, había un resquicio de felicidad en mi interior, como una pequeña llama alimentada por algo que mi yo preadolescente atesoraba: esperanza. Decidí protegerla de todo y de todos. La escondí en las mazmorras del castillo en el que Nicholas y yo nos prometimos que viviríamos de mayores, lejos del mundo real, con una biblioteca infinita y dragones dóciles en los establos.
Ese mismo año, durante una de esas tardes de verano en las que el paso del tiempo no existía, vi Cuenta conmigo, película basada en El cuerpo, una novela corta de Stephen King (ya estaba tardando en aparecer este nombre). La película me encantó, y sirvió para que le echara yesca y algún que otro tocón a esa llama. Recuerdo que, al final, Gordie Lachance de adulto —el enorme Richard Dreyfuss en versión original— decía lo siguiente:
Nunca volví a tener amigos como los que tuve a los doce años. Dios, ¿acaso alguien los tiene?
—No, Richard, claro que no —dijo mi yo de doce años.
Años más tarde, comenzó el asedio a mi castillo interior. La adolescencia, con su ejército de hormonas y apatía, acabó por tomar los salones más sagrados y plantar su estandarte en lo alto de las murallas. Fue entonces, al anochecer, cuando la generala Realidad subió al torreón principal y gritó promesas de madurez. Promesas que pronto se transformaron en normas, horarios y espejos.
Me senté junto a ella.
—¿Qué es eso que llevas? —preguntó.
—Es mi juguete de Spiderman.
—¿Y qué vas a hacer con él?
No respondí. Elevé la mano por encima de las almenas y lo arrojé al vacío, sin mirar. Y, esa noche, junto a las brasas moribundas, soñé que Spiderman se ahogaba en el Anduin.
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No esperaba esto, pero se me han caído unas lágrimas... Recuerdo aquella época con mi mejor amigo, defendiendo ante todo y todos nuestro amor por tolkien y las partidas de rol... Nosotros nos prometimos morir como hermanos de armas en la vejez en una gran batalla. Que tiempos aquellos...
Gracias Tom♥️
Qué fácil era la vida a los doce años. Qué texto tan lindo.